8. Regreso a Olduvai

Los Leakey, se decía a menudo el doctor Stephen Del Marco, nunca habrían reconocido este sitio, aun cuando se encuentra a escasos doce kilómetros de donde Louís y Mary, cinco siglos atrás, exhumaron a nuestros primeros ancestros. El calentamiento del planeta y la Edad Pequeña del Hielo (truncada por milagros de tecnología heroica) habían transformado el paisaje y alterado por completo su flora y su fauna. Los robles y pinos todavía estaban luchando para ver cuál sobreviviría a los cambios de la suerte climática.

Y resultaba difícil creer que, para el año 2153, en Olduvai no quedaba algo que no hubiera sido desenterrado por entusiastas antropólogos. Sin embargo, recientes inundaciones repentinas (que se suponía que no iban a ocurrir más) volvieron a esculpir la región, cercenando varios metros de la capa superior del suelo. Del Marco había aprovechado la oportunidad y ahí, en el límite del barrido electrónico profundo, se encontraba algo que no podía creer del todo.

Le había tomado más de un año de excavación lenta y cuidadosa llegar a la imagen fantasmal y enterarse de que la realidad era más extraña que cualquier cosa que se hubiese atrevido a imaginar. Máquinas excavadoras robot habían quitado con rapidez los primeros metros; después se hicieron cargo las tradicionales cuadrillas esclavizadas de estudiantes graduados. Las había ayudado —o estorbado— un equipo de cuatro kongs, a los que Del Marco consideraba más un problema que un apoyo. Sin embargo, los estudiantes adoraban los gorilas genéticamente perfeccionados, a los que trataban como niños retrasados pero muy queridos. Se rumoreaba que las relaciones no siempre eran por completo platónicas.

Para los últimos metros, sin embargo, todo fue el trabajo de manos humanas que, por lo común, blandían cepillos de dientes… y de cerda suave, además. Y ahora había terminado: ni Howard Cárter, al ver el primer destello de oro en la tumba de Tutankamon, había descubierto un tesoro como ése. A partir de ese instante, Del Marco supo que las creencias y filosofías humanas serían irrevocablemente modificadas.

El Monolito parecía ser el gemelo exacto del descubierto en la Luna cinco siglos antes; hasta la excavación que lo rodeaba era de tamaño casi idéntico. Y, al igual que la AMT-1, no reflejaba la luz en absoluto, absorbiendo el ardiente fulgor del sol africano y el pálido destello de Lucifer con la misma indiferencia.

Mientras conducía a sus colegas los directores de la media docena de museos más famosos del mundo, tres eminentes antropólogos, los directores de dos imperios de la prensa hacia el foso, Del Marco se preguntaba si alguna vez tan distinguido grupo de hombres y mujeres había estado tan silencioso, y durante tanto tiempo. Pero era el efecto que ese rectángulo negro como el ébano tenía sobre todos los visitantes cuando éstos se daban cuenta de las consecuencias de los miles de artefactos que lo rodeaban.

Porque allí había una colección de tesoros para los arqueólogos: herramientas de pedernal toscamente labradas; incontables huesos, algunos de animales, otros de seres humanos, y casi todo estaba dispuesto según cuidadosos patrones. Durante siglos… no, milenios… esas lastimosas ofrendas eran traídas por criaturas que no tenían más que los primeros destellos de inteligencia, y lo habían hecho como tributo a una maravilla que estaba más allá de su comprensión.

«Y más allá de la nuestra», pensaba Del Marco a menudo. No obstante, de dos cosas estaba seguro, aun cuando dudaba de que alguna vez se obtuvieran las pruebas.

Que eso se hallaba ahí donde, en tiempo y espacio, la especie humana realmente había comenzado.

Y que ese Monolito fue el primero de todos sus multitudinarios dioses.