—Temo que tendrá que tomar una decisión dolorosa —dijo el profesor Anderson, con una sonrisa que neutralizaba la exagerada gravedad de sus palabras.
—Puedo tomarla, doctor. Pero dígame las cosas sin vueltas.
—Antes que se le pueda colocar su casquete cerebral, tiene que estar completamente calvo. Así que ésta es su opción: a la velocidad que crece su cabello, habría que afeitarlo una vez por mes, como mínimo. O puede quedarlo en forma permanente.
—¿Cómo se hace eso?
—Tratamiento del cuero cabelludo con láser: mata la raíz de los folículos.
—Hmmm… ¿es reversible?
—Sí, pero eso es complicado y doloroso, y tarda semanas.
—Entonces veré si me gusta quedarme sin cabello, antes de tomar una decisión definitiva. No puedo olvidar lo que le pasó a Sansón.
—¿A quién?
—El personaje de un famoso libro antiguo. La novia le cortó el cabello mientras él dormía. Cuando despertó, toda su fuerza había desaparecido.
—Ahora lo recuerdo… ¡un simbolismo médico bastante obvio!
—No obstante, no me molestaría quedarme sin barba: me haría feliz dejar de afeitarme de una vez por todas.
—Haré los arreglos. ¿Y qué clase de peluca le gustaría? Poole rió:
—No soy particularmente vanidoso: creo que sería una molestia, y probablemente no me voy a preocupar. Es algo más que puedo decidir más adelante.
El que toda la gente en esa era fuese artificialmente calva fue un hecho sorprendente que Poole había sido bastante lerdo para descubrir. La primera revelación la tuvo cuando sus dos enfermeras se quitaron la frondosa cabellera, sin la más mínima señal de vergüenza, justo antes de que varios especialistas, igualmente calvos, vinieran para hacerle una serie de controles microbiológicos. Nunca había estado rodeado por tanta gente sin cabello, y su presunción inicial fue que ése era el último paso en la incesante guerra que la profesión médica libraba contra los gérmenes.
Al igual que muchas de sus conjeturas, ésta era por completo errónea y, cuando descubrió el verdadero motivo, se divirtió al ver qué a menudo habría estado seguro, de no haberlo sabido de antemano, que el cabello de sus visitantes no era de ellos. La respuesta fue: «Raramente con hombres; nunca con mujeres». Era, evidentemente, la gran época de los fabricantes de pelucas.
El profesor Anderson no perdió tiempo: esa tarde, las enfermeras aplicaron una especie de crema maloliente sobre la cabeza de Poole y, cuando éste se miró en el espejo una hora después, no se reconoció. «Bueno», pensó, «quizás una peluca sería una buena idea, después de todo…».
La colocación del casquete cerebral tomó algo más de tiempo. Primero hubo que hacer un molde, lo que requirió que Poole se sentara inmóvil durante algunos minutos, hasta que el yeso se endureciera. Daba por descontado que se le iba a decir que la cabeza no tenía la forma adecuada, cuando las enfermeras, con risitas sumamente carentes de profesionalismo, se las vieron en figurillas para zafarlo del molde.
—¡Auch, me duele! —se quejó. Acto seguido, el casquete en sí: un casco de metal que le cubría con precisión la cabeza, llegando casi hasta las orejas, y que generó un pensamiento nostálgico: «¡Ojalá pudieran verme ahora mis amigos judíos!». Después de unos minutos quedó tan cómodo, que ni advertía que lo tenía puesto.
Poole ya estaba listo para la instalación, proceso que —ahora se daba cuenta, con una sensación próxima al asombro reverencial— había sido el Rito de Transición para casi toda la especie humana durante más de medio milenio.
—No es necesario que cierre los ojos: —dijo el técnico, al que habían presentado con el pretensioso título de «Ingeniero en Cerebros», casi siempre convertido en «Hombre de los Sesos» en la conversación cotidiana—. Cuando comience la colocación, todos los ingresos de información quedarán dominados: aun si mantuviera los ojos abiertos, no vería cosa alguna.
«Me gustaría saber si todos se sienten así de nerviosos», se preguntó Poole. «¿Es éste el último momento en el que tendré el control de mi propia mente? Así y todo, aprendí a confiar en la tecnología de esta época. Hasta ahora no me defraudó… claro que, como dice el antiguo proverbio, siempre hay una primera vez…».
Tal como se le prometió, no sintió nada, salvo un suave cosquilleo cuando la incontable cantidad de nanocables se abrió camino a través del cuero cabelludo. Todos los sentidos seguían estando perfectamente normales; cuando recorrió la habitación con la mirada, todo se hallaba exactamente donde debía estar.
El Hombre de los Sesos (que llevaba su propio casquete conectado, como el de Poole, a un equipo que fácilmente se podría haber confundido con una computadora portátil del siglo XX), le sonrió con gesto tranquilizador:
—¿Listo? —preguntó.
Había ocasiones en las que las antiguas frases hechas eran las más adecuadas:
—Como nunca antes lo estuve —respondió Poole.
Con lentitud, la luz se atenuó… o pareció hacerlo. Se hizo un gran silencio y hasta la suave gravedad de la Torre dejó de retener a Poole: era un embrión flotando en un vacío carente de formas, aunque no en una completa oscuridad. Había conocido una tenebrosidad así, apenas visible, próxima al ultravioleta y en el borde mismo de la noche, sólo una vez en la vida: cuando descendió más de lo que aconsejaba la inteligencia, por la ladera de un precipicio que caía a pico en el borde exterior de la Gran Barrera de Coral. Al mirar hacia abajo, a los centenares de metros de vacuidad cristalina, había sentido tal sensación de desorientación, que experimentó un breve momento de pánico y casi dispara su unidad de fuerza ascendente, antes de recuperar el control de sí mismo. Es innecesario decir que nunca mencionó el incidente a los médicos de la NASA…
A una gran distancia, una voz habló desde el inmenso vacío que ahora parecía rodearlo. Pero no le llegó por los oídos: sonaba con suavidad en los retumbantes laberintos de su cerebro:
—Comienza calibración. De vez en cuando se le harán preguntas: puede responderlas en forma mental, pero puede ayudar que lo haga en forma verbal, ¿entiende?
—Sí —repuso Poole, preguntándose si sus labios en verdad se movían. No había manera de que pudiera saberlo.
Algo estaba apareciendo en el vacío; una cuadrícula de líneas delgadas, como una hoja enorme de papel reticulado. Se extendía hacia arriba y hacia abajo, hacia la derecha y hacia la izquierda, hasta los límites de la visión. Trató de mover la cabeza, pero la imagen se rehusaba a cambiar.
De un extremo a otro de la cuadrícula empezaron a pasar números centelleantes, demasiado veloces como para que los leyera, pero era de suponer que algún circuito los estaba grabando. No pudo dejar de sonreír (¿se movían las mejillas?) ante lo familiar de todo eso: se parecía exactamente al examen ocular, guiado por computadora, que cualquier oculista de su época le habría hecho a un paciente.
La cuadrícula se desvaneció, para ser reemplazada por suaves láminas de color que llenaban todo el campo visual. En pocos segundos pasaron como relámpagos desde un extremo del espectro al otro.
—Les pude haber dicho eso —murmuró silenciosamente—, mi visión de los colores es perfecta. Lo que sigue es la audición, supongo.
Tenía razón: un sonido tenue, de tamborileo, aceleró hasta convertirse en el tono más bajo de los do audibles; después trepó velozmente por la escala musical, hasta desaparecer más allá del alcance de audición de los seres humanos y penetrar en el territorio de murciélagos y delfines.
Ésa fue la última de las pruebas sencillas y directas. Brevemente lo invadieron aromas y sabores, la mayoría agradables, pero algunos que eran exactamente lo opuesto.
Después se convirtió, o eso le pareció, en una marioneta colgada de un hilo invisible. Supuso que se estaba probando su sistema neuromuscular, y deseó que no hubiera manifestaciones externas: de haberlas, probablemente parecería alguien que estaba en las etapas terminales del baile de San Vito. Y, durante un instante, hasta tuvo una violenta erección, pero no pudo establecer si era real, pues antes cayó en un sueño sin ensoñación.
¿O sólo soñaba que dormía? No tenía idea de cuánto tiempo había transcurrido antes de que despertara. Ya no estaban el casco ni el Hombre de los Sesos y su equipo.
—Todo anduvo bien —anunció la jefa, radiante—. Tomará algunas horas comprobar que no hubo anomalías. Si sus lecturas están K.O… quiero decir, O.K…, usted tendrá su casquete mañana.
Poole apreciaba los esfuerzos que hacían los que lo rodeaban para aprender inglés arcaico, pero le fue imposible dejar de lamentar que la jefa hubiera cometido ese lapsus.
Cuando llegó el momento para el ajuste final, Poole casi volvió a sentirse otra vez como un niño que está a punto de desenvolver algún maravilloso juguete nuevo bajo el árbol de Navidad.
—No va a tener que pasar de nuevo por toda esa preparación —le aseguró el Hombre de los Sesos—. La Descarga se iniciará de inmediato. Le haré una demostración de cinco minutos. Relájese y disfrute.
Una música suave, tranquilizadora, lo envolvió. Aunque era algo muy familiar, proveniente de su propia época, no pudo identificarla. Había una niebla delante de sus ojos, que se separaba mientras caminaba hacia ella…
¡Sí, estaba caminando! La ilusión era convincente por completo: podía sentir el impacto de sus pies en el suelo y, ahora que la música había cesado, podía oír una suave brisa que soplaba entre los grandes árboles que parecían rodearlo. Los reconoció como secoyas de California, y anheló que siguieran existiendo en la realidad, en alguna parte de la Tierra.
Estaba avanzando a paso vivo… demasiado rápido para ser cómodo, como si el tiempo estuviera levemente acelerado para poder cubrir tanto terreno como fuera posible. Sin embargo, no tenía conciencia de estar haciendo esfuerzo alguno: se sentía como si fuera huésped del cuerpo de otra persona. Sensación aumentada por el hecho de que carecía de control sobre sus movimientos: cuando intentaba detenerse o cambiar de dirección, nada ocurría. Lo estaban llevando de viaje.
No importaba. Estaba disfrutando la novedosa experiencia… y podía apreciar lo adictiva que podía volverse. Las «máquinas de ensoñación» que muchos científicos de su propio siglo habían previsto —a menudo, con alarma—, ahora eran parte de la vida cotidiana. Se preguntaba cómo se las había arreglado la humanidad para sobrevivir. Le habían dicho que gran parte de ella no lo había conseguido; a millones se les había quemado el cerebro y estaban totalmente apartados de la vida.
¡Por supuesto, él iba a ser inmune a tal tentación!: iba a utilizar esa maravillosa herramienta para aprender más sobre el mundo del tercer milenio, y para adquirir, en cuestión de minutos, nuevas aptitudes que, de otro modo, exigirían años para que las dominara. Bueno… podría, pero sólo ocasionalmente, usar el casquete nada más que por diversión…
Había llegado al borde del bosque y estaba mirando hacia el otro lado de un ancho río. Sin vacilar, penetró en él, y no sintió alarma alguna cuando el agua le cubrió la cabeza. Sí parecía un poco extraño que pudiera seguir respirando con naturalidad, pero pensó que era mucho más notable el hecho de que pudiera ver a la perfección, en un medio en el que el ojo humano no podía enfocar sin alguna clase de aditamento. Pudo contar cada escama de la magnífica trucha que pasó nadando al lado, aparentemente sin advertir al extraño intruso.
¡Una sirena! Bien, siempre había querido conocer una, pero había supuesto que eran seres marinos. ¿Quizás en ocasiones venían corriente arriba como los salmones, para tener su cría? La sirena se fue antes de que pudiera interrogarla, para confirmar o negar esa teoría revolucionaria.
El río terminaba en una pared translúcida. Pasó a través de ella para ingresar en un desierto, bajo un sol llameante, cuyo calor lo quemaba de manera desagradable… y, aun así, podía mirar directamente a su furia del mediodía. Hasta podía ver, con claridad que no era natural, un archipiélago de manchas cerca de uno de los limbos. Y (¡eso era imposible, sin lugar a dudas!) estaba la tenue aureola de la corona, que es absolutamente invisible salvo durante un eclipse total, extendiéndose a cada lado del Sol como las alas de un cisne.
Todo se volvió negro, regresó la música omnipresente y, con ella, la celestial frescura de la habitación, Poole abrió los ojos (¿alguna vez habían estado cerrados?) y encontró un expectante público que aguardaba su reacción.
—Maravilloso —jadeó, en forma casi reverente—. Parte de esto pareció… bueno, pareció más real que lo real.
Y entonces, su curiosidad de ingeniero, que nunca se alejaba mucho de la superficie, empezó a corroerlo:
—Aun esa breve demostración debe de haber contenido una enorme cantidad de información. ¿Cómo se la almacena?
—En estas tablillas, las mismas que utiliza su sistema audiovisual, pero con mucha mayor capacidad.
El Hombre de los Sesos le entregó un cuadrado pequeño, aparentemente hecho de vidrio y plateado en una de las superficies; tenía casi el mismo tamaño que los disquetes de computadora de la juventud de Poole, pero con el doble de espesor. Cuando lo inclinó hacia atrás y hacia adelante, tratando de ver su interior transparente, se produjeron destellos ocasionales en tonalidades irisadas, pero eso fue todo.
Se dio cuenta de que lo que tenía en la mano era el producto final de más de mil años de tecnología electroóptica, así como de otras tecnologías que no existían en su época. Y no le sorprendió que, en lo superficial, se asemejara mucho a los dispositivos que había conocido: había un tamaño y una forma convenientes para la mayoría de los objetos corrientes de la vida cotidiana, cuchillos y tenedores, libros, herramientas de mano, muebles… y memorias extraíbles para computadoras.
—¿Cuál es su capacidad? —preguntó—. En mi época habíamos alcanzado hasta un teraocteto en algo de este tamaño. Estoy seguro de que ustedes consiguieron mucho más.
—No tanto como usted imagina: hay un límite, claro, impuesto por la estructura de la materia. A propósito, ¿qué era un teraocteto? Temo que lo olvidé.
—¡Qué vergüenza! Kilo, mega, giga, tera… eso es diez a la decimosegunda potencia de octetos. Después el petaocteto (diez a la decimoquinta) es lo más lejos que llegué.
—Más o menos por ahí es donde nosotros empezamos. Es suficiente para grabar todo lo que cualquier persona pueda experimentar durante una vida.
Era un pensamiento asombroso y, sin embargo, no debía de ser tan sorprendente: el kilogramo de gelatina que había en el interior del cráneo humano no era mucho más grande que la tablilla que Poole sostenía en la mano, y no era posible que fuera tan eficiente como dispositivo de almacenamiento: ¡tenía tantas obligaciones más para cumplir!
—Y eso no es todo —continuó el Hombre de los Sesos—: con algo de compresión de datos, no sólo podría almacenar los recuerdos… sino a la persona en sí.
—¿Y reproducirla de nuevo?
—Claro que sí: un trabajo directo de nanoensamblaje.
«Es lo que oí decir», se dijo Poole, «pero nunca lo creí en realidad».
Allá por su siglo, ya parecía suficientemente maravilloso que la obra de toda una vida de un gran artista se pudiera almacenar en un solo disco pequeño.
Y ahora, algo no más grande podía contener… al artista también.