3. Rehabilitación

Cuando volvió a despertar y encontró a la jefa y sus enfermeras paradas en torno de la cama, Poole se sintió lo suficientemente fuerte como para imponerse:

—¿Dónde estoy? ¡Seguramente eso sí me lo pueden decir!

Las tres mujeres intercambiaron una mirada, evidentemente irresolutas respecto de lo que debían hacer después. Entonces respondió la jefa, articulando las palabras muy lenta y cuidadosamente:

—Todo está bien, señor Poole. El profesor Anderson estará aquí en un minuto… Él explicará. «¿Explicar qué?», pensó Poole, con cierta exasperación. «Pero, por lo menos, la mujer habla mi idioma, aunque no puedo localizar su acento…».

Anderson ya debía de haber estado en camino, pues la puerta se abrió instantes después… para permitir que Poole pudiera divisar brevemente la presencia de una pequeña multitud de inquisitivos mirones que lo escudriñaba. Empezó a sentirse como el espécimen nuevo de un zoológico.

El profesor Anderson era un hombre pequeño, pulcro, cuyos rasgos parecían haber combinado aspectos clave de varias razas —china, polinesia, nórdica— en forma completamente confusa. Saludó a Poole levantando la palma derecha; después tuvo una obvia reacción tardía y le estrechó la mano, pero con una vacilación tan curiosa, que podría haber estado ensayando algún gesto para nada familiar. —Me encanta ver que tiene tan buen aspecto, señor Poole… Lo tendremos de pie dentro de muy poco.

Una vez más, ese extraño acento y lenta emisión, pero el trato amable era el de todos los médicos, en todos los lugares y en todos los tiempos.

—Me alegra oír eso. Ahora quizás usted pueda responder algunas preguntas…

—Por supuesto, por supuesto. Pero nada más que un minuto.

Anderson le habló tan rápida y quedamente a la jefa de enfermeras, que Poole sólo pudo captar algunas palabras, varias de las cuales le eran por completo desconocidas. Después, la jefa hizo una señal de asentimiento a una de las enfermeras, que abrió el armario que había en una pared y extrajo una delgada banda metálica, que procedió a envolver en torno de la cabeza de Poole.

—¿Para qué es esto? —preguntó, comportándose como uno de esos pacientes difíciles, tan molesto para los médicos, que siempre quieren saber qué les está pasando—. ¿Lectura de EEG?

El profesor, la jefa y las enfermeras parecían estar igualmente desconcertados. Después, una sonrisa lenta se extendió por la cara de Anderson:

—Oh… electro… encef… alo… grama —dijo con lentitud, como si estuviera extrayendo la palabra de lo más profundo de la memoria—. Tiene toda la razón: tan sólo queremos revisar la actividad de su cerebro.

—Mi cerebro funcionaría perfectamente bien, si me permitieran utilizarlo —refunfuñó Poole por lo bajo—. Pero, por lo menos, parecemos estar llegando a algo… ¡por fin!

—Señor Poole —dijo Anderson, todavía hablando en ese tono curiosamente formal, como si se estuviera arriesgando a usar un idioma extranjero—, usted sabe, claro que sí, que resultó… incapacitado… en un grave accidente, mientras estaba trabajando afuera de la Discovery.

Poole asintió con la cabeza, indicando que comprendía.

—Estoy empezando a sospechar —dijo con frialdad— que «incapacitado» es una manera exageradamente delicada de plantear los hechos.

Anderson se relajó visiblemente, y una sonrisa lenta empezó a extenderse por su cara:

—Tiene toda la razón. Dígame lo que usted cree que pasó.

—Pues, la mejor posibilidad que se me ocurre es que, después que quedé inconsciente, Dave Bowman me rescató y trajo de vuelta a la nave. ¿Cómo está Dave? ¡Nadie me dice nada!

—Todo a su debido tiempo… ¿Y la peor posibilidad?

Frank Poole tuvo la impresión de que un viento gélido le soplaba con suavidad en la nuca. La sospecha que se le había estado formando con lentitud en la mente empezó a tomar consistencia.

—Que morí, pero que se me trajo de vuelta acá, donde sea que «acá» esté, y que ustedes pudieron revivirme. Gracias…

—Completamente correcto. Y usted está de vuelta en la Tierra… bueno, muy cerca de ella.

¿Qué quería decir con «muy cerca de ella»? En verdad, ahí existía un campo gravitatorio, así que era probable que Poole estuviera en lenta rotación en el interior de la rueda de una estación espacial en órbita. No importaba: había algo mucho más importante en que pensar.

Poole hizo algunos cálculos mentales rápidos: si Dave lo había puesto en el hibernáculo, revivido al resto de la tripulación y completado la misión a Júpiter… ¡pues entonces pudo haber estado «muerto» durante tanto como cinco años!

—¿Qué fecha es, exactamente? —preguntó, con la mayor calma que le fue posible.

El profesor y la jefa intercambiaron una mirada. Una vez más, Poole sintió ese viento frío en la nuca.

—Debo decirle, señor Poole, que Bowman no lo rescató: él creyó, y no lo podemos culpar por eso, que usted estaba irrevocablemente muerto. Al mismo tiempo se enfrentaba con una crisis desesperadamente grave que amenazaba su propia supervivencia…

»Así que usted se fue a la deriva por el espacio, pasó al otro lado del sistema de Júpiter y se dirigió hacia las estrellas. Por suerte se encontraba tan por debajo del punto de congelación, que no tenía actividad metabólica… pero es casi un milagro que, lisa y llanamente, se lo haya podido encontrar. Usted es uno de los hombres actualmente vivientes con más suerte… no: ¡que haya vivido jamás!

«¿Lo soy?», se preguntó lúgubremente. «¡Cinco años, de veras! Podría ser un siglo… o quizá más».

—Dígamelo de una buena vez —exigió.

El profesor y la jefa parecían estar consultando un monitor invisible: cuando se miraban entre sí e inclinaban la cabeza en señal de asentimiento, Poole imaginaba que todos estaban conectados con el circuito de informaciones del hospital, que lo estaba con la banda que él llevaba en la cabeza.

—Frank —dijo el profesor Anderson, pasando con rapidez al papel de médico de cabecera que conoce al paciente desde hace mucho tiempo—, esto va a ser una gran conmoción para usted, pero es capaz de aceptarlo… y cuanto más pronto lo sepa, mejor:

»Estamos cerca del comienzo del Cuarto Milenio. Créame: usted abandonó la Tierra hace casi mil años.

—Le creo —respondió Poole con calma. Después, para gran molestia suya, la habitación empezó a girar alrededor de él, y ya no supo más.

Cuando recuperó la conciencia, encontró que ya no estaba en una triste sala de hospital, sino en un lujoso departamento con atrayentes, y continuamente cambiantes, imágenes en las paredes; algunas eran pinturas famosas y familiares; otras mostraban paisajes terrestres y marinos que podrían remontarse a la propia época de Poole. No había nada que resultara extraño o perturbador… Eso, sospechaba, llegaría más tarde.

Era evidente que habían programado cuidadosamente su entorno actual: se preguntaba si en alguna parte existía el equivalente de una pantalla de televisión (¿cuántos canales tendría el Tercer Milenio?), pero no pudo ver signo alguno de controles próximos a su cama. Tendría que aprender tanto en ese nuevo mundo: era un salvaje que súbitamente se había topado con la civilización.

Pero primero tenía que recuperar fuerzas… y aprender el idioma: ni siquiera el advenimiento de la grabación del sonido, que ya tenía más de un siglo de antigüedad cuando Poole nació, había evitado que se produjeran cambios de importancia en la gramática y la pronunciación. Y hubo miles de palabras nuevas, provenientes, de modo principal, de la ciencia y la tecnología, aunque a menudo Poole podía hacer una conjetura perspicaz respecto de lo que significaban.

Más frustrantes, empero, eran las ingentes cantidades de nombres personales de fama y de infamia que se habían acumulado en el transcurso del milenio, y que nada significaban para Poole. Durante semanas, hasta que pudo reunir un Banco de datos, la mayoría de sus conversaciones tuvo que interrumpirse con biografías envasadas.

A medida que aumentaban sus fuerzas, así lo hacía la cantidad de sus visitantes, si bien siempre bajo el ojo avizor del profesor Anderson. Entre ellos figuraban médicos especialistas, eruditos en varias disciplinas y, lo que era de mayor interés para Poole, comandantes de naves espaciales.

Poco era lo que les podía decir a los médicos e historiadores que no se hubiera grabado en alguna parte de los gigantescos Bancos de datos sobre la humanidad, pero a menudo podía brindarles atajos y un nuevo discernimiento sobre los acontecimientos de la época de la que él venía. Aunque todos lo trataban con el máximo respeto y escuchaban con paciencia cuando trataba de responder a las preguntas que le hacían, parecían ser renuentes a contestar a las suyas. Poole estaba empezando a sentir que se lo sobreprotegía de la conmoción cultural y, a medias en serio, se preguntaba cómo podría escapar de su habitación. En las pocas ocasiones en que estaba a solas, no le sorprendía descubrir que la puerta estaba cerrada con llave.

Entonces, la llegada de la doctora Indra Wallace lo cambió todo. A pesar de su nombre, su principal componente racial parecía ser japonés, y había ocasiones en las que, con un poco de imaginación, Poole se la podía representar como una geisha bastante madura. Difícilmente ésa era la imagen adecuada para una distinguida historiadora que poseía una Cátedra Virtual en una universidad que todavía se jactaba de tener prestigio.

—Señor Poole —empezó, con mucha seriedad—, se me designó como su guía oficial y, digamos, tutora. Mis antecedentes: me especialicé en la época en que usted vivió. Mi tesis fue «El Colapso de la Nación-Estado, 2000-50». Creo que nos podemos ayudar mutuamente de muchas maneras.

—Estoy seguro de que podemos. Lo primero es que desearía que me saque de aquí, así puedo ver un poco de su mundo.

—Precisamente eso es lo que queremos hacer, pero, primero, debemos darle una Ident. Hasta entonces, usted será… ¿cuál era el término…?, una persona no existente. Le sería casi imposible ir a parte alguna, o que se haga cosa alguna por usted. Ningún dispositivo de entrada reconocería su existencia.

—Eso era lo que esperaba —contestó Poole, con una sonrisa irónica—. Así estaba empezando a ser la situación en mi época… y mucha gente odiaba la idea.

—Y algunos todavía la odian: se alejan y viven en ambientes silvestres. ¡Ahora, en la Tierra, hay muchos más que los que existían en su siglo!, pero siempre llevan sus comunicadores portátiles, así pueden solicitar ayuda no bien se meten en problemas… el tiempo medio es de unos cinco días.

—Lamento oír eso. Es evidente que la especie humana se ha deteriorado.

Estaba probando con cautela a la historiadora, tratando de encontrar sus límites de tolerancia y de obtener un mapa de su personalidad. Era obvio que iban a pasar mucho tiempo juntos, y que él iba a depender de ella en centenares de maneras. Así y todo, aún no estaba seguro de si le iba a gustar siquiera: quizás ella simplemente lo veía como a una fascinante pieza de museo.

Muy para sorpresa de Poole, la mujer estuvo de acuerdo con sus críticas.

—Eso puede ser cierto… en algunos aspectos. Quizá somos más débiles en la parte física, pero somos más sanos y estamos mejor adaptados que la mayoría de los seres humanos que hayan vivido jamás. El Noble Salvaje siempre fue un mito.

Fue hasta una pequeña placa rectangular, ubicada en la puerta a la altura de los ojos; tenía el tamaño aproximado de una de las innumerables revistas que habían proliferado en la muy distante Era de la Imprenta, y Poole advirtió que cada habitación parecía tener una, cuando menos. Por lo común estaban en blanco pero, en ocasiones, contenían líneas de texto que se desplegaba con lentitud, completamente carente de significado para Poole, aun cuando la mayoría de las palabras le era familiar. Una vez, una placa de su habitación había emitido unos zumbidos urgentes, a los que Poole no había prestado atención, suponiendo que alguna otra persona se encargaría del problema, cualquiera que fuera. Por fortuna, el ruido se detuvo de modo tan abrupto como había comenzado.

La doctora Wallace apoyó la palma de la mano sobre la placa; después la levantó al cabo de pocos segundos. Miró a Poole y después, con un sonrisa, le dijo:

—Venga y mire esto.

La inscripción que había aparecido repentinamente estuvo llena de sentido cuando Poole la leyó con lentitud:

WALLACE, INDRA F2970, 11, 03/31,885//HIST.OXFORD

—Supongo que quiere decir Mujer; fecha de nacimiento 11 de marzo de 2970… y que es adjunta del Departamento de Historia de Oxford. E intuyo que 31.885 es un número de identificación personal. ¿Correcto?

—Excelente, señor Poole. He visto algunas de las direcciones de correo electrónico y de los números de tarjetas de crédito de ustedes: ¡horribles series de galimatías alfanuméricos que era imposible que alguien pudiese recordar! Pero todos conocemos la fecha de nuestro nacimiento, la que comparten no más que otras noventa y nueve mil novecientas noventa y nueve personas más. Así que un número de cinco cifras es todo lo que se necesita y, aun si lo olvidara, no importa: como puede ver, es parte de uno.

—¿Implante?

—Sí. Nanoprocesador en el momento del nacimiento; uno en cada palma, para redundancia. Ni siquiera sentirá el suyo cuando lo pongan. Pero usted nos ha creado un pequeño problema…

—¿Cuál?

—Las lectoras con las que se encontrará la mayor parte del tiempo son demasiado tontas como para creer su fecha de nacimiento, por lo que, con su permiso, la atrasamos mil años.

—Permiso concedido. ¿Y el resto de la Ident?

—Optativo. Puede dejarlo vacío, dadas sus preocupaciones y ubicación actuales… o usarlo para mensajes personales, globales o de interés personal. Algunas cosas, Poole estaba completamente seguro, no habían cambiando en el curso de los siglos: una elevada proporción de esos mensajes «de interés personal» serían muy personales por cierto.

Se preguntó si todavía existirían los censores autonombrados o designados por el Estado… y si sus esfuerzos por mejorar la moralidad de los demás habrían alcanzado más éxito que los de su propia época.

Le tendría que preguntar a la doctora Wallace sobre eso, cuando la conociera mejor.