Aquel día
La niña entró en la caverna y sintió el olor de la putrefacción.
Había una vieja sentada en medio de un círculo formado por trece cráneos, con siete velas de color rojo encima. Algunas velas no estaban encendidas porque la cera ya se había quemado. Las pocas que sobraban iluminaban el lóbrego ambiente mucho menos de lo que querría el corazón de un hombre de bien, pero que al del hombre malo poco le importa.
La niña no sabía decir si la iluminación la molestaba o no.
La vieja al centro tenía cabellos de esponja y sonreía con sus dientes negros. La niña no podía mirar a aquella criatura durante mucho tiempo y desviaba la vista hacia las velas encima de los cráneos.
Podría jurar que aquella cera derretida parecía sangre.
Tal vez en realidad lo fuese.
—¿Cuál es tu nombre, fugitiva? —preguntó la vieja con la misma voz que tendría un grajo si pudiera hablar, y un maestro le pidiera que cantara en tono menor.
—Nazareth —respondió la niña, o creyó responder, pues lo había susurrado tan bajo que la vieja no escuchó.
—Vuesa mercé parece tener hambre —dijo la bruja sonriente, como si cualquier niño perdido en medio de un bosque no tuviera esa característica—. ¿Vuesa mercé tiene hambre?
La niña quería decir que «sí». En realidad, también pensó que había susurrado un «sí».
Pero en realidad no había dicho nada.
—¿Qué quisiera comer vuestra mercé? ¿Carne de animales?
—Prefiero los dulces —dijo ella, sin quitar los ojos de un anillo que tenía engarzada una bola blancuzca y llena de nervios, que parecía un glóbulo ocular—. Me gustan los dulces.
—Acércate —la bruja extendió la mano y la llamó con los dedos esqueléticos llenos de otros anillos de huesos—. Entonces acércate al círculo, que madre Goethe alimentará a usted.
Nazareth se aproximó. Un paso cada vez. Muchos latidos de corazón entre ellos. Y muy poca respiración.
Se detuvo un paso antes de la línea que antecedía la entrada al círculo.
—Sólo un paso más.
—No puedo —afirmó la niña.
—¿Y por qué no?
—Porque me vas a atacar. Y me arrancarás la piel. Y me devorarás los huesos.
La vieja pareció sorprendida. Y excitada.
—¿Y por qué haría eso con vuesa mercé, niña fugitiva?
—Porque eso es lo que hacen las brujas. Y tú eres una bruja.
—Algunas lo hacen. Me gustaría hacerlo. Y afirmo: ya lo hice. Pero no lo haré hoy. Hoy alimentaré a vuesa mercé, y dejaré que vuesa mercé escoja entre la buena vida y la vida eterna.
Ante semejante comentario, la niña casi entró en el círculo.
—Pero… si yo tuviera la vida eterna, ¿no seré buena?
La bruja modificó su actitud:
—Dime a mí, ¿por qué vuesa mercé está lastimada y corre sola por el bosque hoy, fugitiva?
—Porque un hombre me persigue. Como persiguió a mi madre y la lastimó y la golpeó.
—¿Y la mató? —preguntó la bruja, con una voz que contenía mucha más curiosidad que compasión. En realidad, sólo curiosidad.
La niña movió la cabeza haciendo una mueca que parecía un beso y comenzó a llorar.
—¿Lo ves? —dijo la bruja—. Es bueno que haya existido la muerte para tu madre, ¿no?
La pequeña Nazareth se limpió las lágrimas, ofendida.
—No. Ella murió, y eso no puede ser bueno…
—¿Vuesa mercé puede pensar en otra forma de terminar con su sufrimiento?
La niña intentó. Juro que intentó dar una respuesta.
Pero no lo consiguió.
—Por eso, la buena vida depende de la muerte. Porque la vida es sólo sufrimiento. Y la muerte es alivio.
—No para el alma que va a Aramis… —dijo la niña.
—Sí, incluso así. Porque el alma oscura que va para allá estará entre sus iguales. Y, todavía así, y tal vez por eso, se sentirá bien.
—Entonces… —ponderó la niña—… quien vive la vida eterna vive sufriendo eternamente…
La niña era inteligente. En extremo inteligente. [¿Cuánto?] Lo suficiente para ser conducida antes de comenzar a tomar sus propias decisiones.
—Quien vive la vida eterna, fugitiva… —susurró la bruja con su voz baja de grajo—… acaba con el sufrimiento de quien vive la buena vida. ¿Comprendes?
La niña movió la cabeza, con la boca abierta por la sorpresa.
—¿Entonces quienes viven la vida eterna no son personas malas?
—No, no lo son.
—¿Las brujas viven la vida eterna, bruja?
—Sólo las que comprenden eso.
—¿Y qué tipo de bruja eres tú?
—Soy una de las mejores.
La niña dio el paso que la adentró en el círculo. De inmediato sus cabellos se erizaron y sintió una corriente eléctrica que comenzó poniéndole la piel de gallina en la nuca y se deslizó por la columna vertebral.
Ella no sabía decir si la sensación era buena. O no.
—¿Quieres vivir la vida eterna, querida? Estoy tan segura como de la muerte de una estrella que un día me pagarás…
La bruja estaba lista para escuchar la confirmación de la niña. Y entonces la atacaría. Y le arrancaría la piel. Y le devoraría los huesos.
Pero la niña dijo:
—No. Quiero que me des una buena vida, bruja.
Madre Goethe se paró asustada y guardó sus dientes negros, cerrando los labios.
—¿Cómo, fugitiva?
—¿Sabes? Yo no vivo la vida eterna, pero tú sí. Vivo en sufrimiento. Entonces tú puedes acabar con mi sufrimiento —no había miedo ni en sus palabras más sombrías—. Porque tú eres eterna, y una de las mejores.
La bruja acarició el cabello de la niña y recordó cuando su propio cabello era así.
—Vuesa mercé… —dijo con orgullo en la voz—… merece la vida eterna mucho más que la buena vida.
—Pero yo no quiero la vida eterna. Quiero morir. Ahora quiero morir.
Y ese es el primer paso para su iniciación.