Días extraños
Aquel sería un día extraño.
La niña caminó en dirección a la caverna, en busca de agua helada para su garganta seca. No debía tener más de doce años. O trece. Estaba semidesnuda, lastimada y huyendo de algo peligroso. [¿Cuánto?] Extremadamente peligroso. [¿Un monstruo?] Un hombre.
Un hombre extremadamente peligroso.
Antes se encontraba agitada. Ahora, sin embargo, respiraba hondo, sentía el corazón latiéndole fuerte —como laten los corazones con temor— y expiraba pesado, como si el aire estuviera cargado de plomo. Como si su pulmón estuviera lleno de arena, y como si los residuos salieran por sus poros convertidos en sudor.
Por fuera, la caverna parecía un animal disecado de tamaño gigantesco. La entrada recordaba a unas inmensas fauces que mantuvieran las mandíbulas abiertas, pero no como una planta carnívora que atrae a su presa con engaños. En realidad, la entrada recordaba más a un maldito cocodrilo que mantenía la boca abierta para que algún pájaro le limpiara los dientes afilados, alimentándose al mismo tiempo de restos de comida en un curioso proceso de simbiosis.
A la postre eso era tal caverna.
Una maldita simbiosis.
Las fauces abiertas de aquella caverna no eran el engaño hacia una trampa. Eran una invitación.
Y si alguien decidía entrar allí, eso era en lo que su vida entera se convertiría.