8
Madame Viotti tiró la escoba del susto cuando escuchó la forma en que fue abierta la puerta de la cabaña donde aún se encontraba. No habría sido necesario estar arriba para tener la certeza de que aquella no había sido una entrada amistosa. En realidad, fue una acción tan rápida que ya no parecía haber tiempo para nada.
Y no lo había.
Antes incluso de que estuviera en condiciones de pensar, soldados de Andreanne invadieron las habitaciones de la casa, que no eran muchas, incluida aquella oculta donde ella se encontraba, con las «pruebas» del crimen de brujería alrededor. Si al menos Anna Narin hubiera imaginado lo que ocurriría después de que ella y Ariane salieron de la casa, de seguro habría velado mejor la entrada al cuarto del sótano. Simplemente no se preocupó, pues no había tenido forma de calcular que una nueva Cacería de Brujas acababa de iniciarse hacía tan poco tiempo.
Si los soldados lo supieran, se lo habrían agradecido.
Ni siquiera había manera de ensayar una defensa. De nada serviría explicarles sobre «magos negros» y «magos blancos» a aquellos guardias, ni qué decir que ella no vivía allí y que no sabía a quién pertenecían aquellos «objetos macabros» o ese altar de «magia negra». Los soldados no están entrenados para pensar, sino para cumplir órdenes. Y sus órdenes eran claras: existía una bruja en Andreanne y esta debía ser encontrada.
Y así fue.
Aquella mujer, y ninguno de ellos albergaba la menor duda, era una bruja, y por lo tanto aquella tropa había cumplido con su misión. Sin embargo, una intuición tocó el alma de aquel oficial superior en jerarquía a los demás, aquel cuyo rango Anna Narin no había sabido diferenciar del todo:
—Y… —dijo, volviéndose hacia madame Viotti, que ya estaba amarrada entre dos soldados robustos—. Aquella madre y su hija… Salieron de aquí, ¿no es así?
Los ojos de madame Viotti se abrieron de par en par al advertir que algo malo podría ocurrirles a las dos. Fue un error fatal: aunque enseguida intentó disimular o fingir una expresión de indiferencia, ya era demasiado tarde. El soldado, que en realidad era sargento, había descifrado ya lo que buscaba.
—¡Rufus! —otro soldado, de piel tan morena que probablemente tenía ascendencia negra, se presentó en el acto—. ¡Corre lo más rápido que puedas, muchacho, y encuentra a aquellas dos! Haz cuanto sea necesario, pues tienes mi autorización. ¡Lo que sea necesario! Únicamente tienes prohibido fallar en la cacería de esas malditas brujas.