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La frenada fue tan brusca, que el príncipe debió abrazarse al cuello del unicornio, al punto de casi ahorcarlo, con tal de no ser lanzado varios metros hacia el frente. Todo lo anterior como resultado de galopar encima de una criatura que corría a una velocidad muchos kilómetros por hora e incluso transfería el campo molecular kilómetros adelante durante el proceso.
Muralla no gozó de tanta suerte y voló por lo menos doce metros adelante de su mamut de guerra adolescente antes de tocar el suelo y deslizarse varios metros más a causa de la inercia. A nadie debe espantar entonces el tremendo estruendo que aquel corpachón provocó al tocar el suelo, incluso más a la absurda velocidad a la que iban.
Sin embargo, a sabiendas de que se necesitaba mucho más que eso para doblegar a un trol ceniciento, Axel no se preocupó. Estaba mucho más excitado en constatar con sus propios sentidos que, ¡caramba!, en realidad se hallaban ya en la región fría de las Siete Montañas. Habían pasado la entrada a las montañas, y mirar hacia lo alto para contemplar aquella inmensidad de la naturaleza se traducía en un sentimiento difícil de describir.
Eran siete montañas, ninguna del mismo tamaño. La más chica tenía alrededor de cinco mil cuatrocientos metros de altitud, mientras que la más grande llegaba casi a los siete mil. El Sol no abarcaba en todo su esplendor a las pequeñas aldeas aposentadas en las laderas, si bien la temperatura no era demasiado rigurosa. Y ahora que hablo de esas aldeas, el príncipe sabía que en ellas se criaban animales típicamente montañeses, incluyendo a ovejas y cabras que servían de materia prima para establecimientos comerciales como la Cute-Cute, por ejemplo.
El terreno gélido y desnivelado abrigaba a una aldea en especial que ciertamente era el lugar más conocido allí, con una fama mítica que no se debía necesariamente a su existencia o posición geográfica, sino a sus habitantes. Me refiero a la aldea de La Mina, una población que habría sido igual a otras de no ser por su proximidad a un socavón de metales preciosos que era referencia no sólo de uno, sino de siete Maestres Enanos.
Axel se volvió para ver al unicornio, pero el animal fantástico había dejado de existir. Al menos allí. El príncipe estaba tan fascinado que no se había dado cuenta de su partida ni tuvo oportunidad de agradecerle, aunque sabía que el animal no estaría ofendido por ello. Muralla, a su vez, se había recuperado de la humillante caída y preguntaba al príncipe cuál era el siguiente paso a seguir.
—Debe estar en alguna de esas aldeas… —dijo Axel sin quitar la vista de la panorámica de la cual gozaban en aquella elevada falla geográfica donde el unicornio los había depositado.
—¿Pero cómo sabremos en cuál? —preguntó con razón el trol ceniciento.
—¿Sabes rezar, Muralla?
—No… —respondió el guardaespaldas.
—Pues entonces es momento de aprender.