51
Durante algún tiempo hubo momentos de tristeza por aquellas tierras. Durante tres días llovió sin parar, tiempo en que nada brilló en el horizonte añil, pues el azul cedió el paso al gris ceniza, mientras que las nubes que sustentaban a los gigantes lloraban la muerte de un rey. El más grande de todos los reyes. Entonces surgió un sentimiento que se afirmó en el alma de los habitantes. El sentimiento traía a la mente buenos recuerdos y regaba el alma con promesas de un futuro menos nebuloso y mucho más próspero. Pero no sólo se había perdido a un rey. Una reina también había partido. Para empeorar la situación, estaba el hecho de que en realidad eran dos reinas, pues la princesa Blanca y el rey Alonso Corazón de Nieve y todo el reino de Stallia lloraban la sacrificada muerte de la inocente reina Rosalía.
Esas tres muertes reales justificaban los tres días de lágrimas que cayeron de los cielos, pues ni los cielos eran inmunes a tan tristes noticias.
La primera semana se vivió en luto, el cual se extendió por las tierras de Arzallum, por las de Stallia y por muchas otras también. Los reyes Segundo y Tercero viajaron desde sus reinos hasta Andreanne, y sólo entonces se celebró la ceremonia de despedida, conducida por el clérigo Cecil Thamasa. Esta tuvo lugar en la misma plaza que otrora sirviera como escenario de batalla de una guerra de las más sangrientas, en la cual el bien y el mal disputaron, una vez más, sus puntos de vista. Otro monumento se erigió en el sitio donde antes existió la estatua de Primo Branford. Allí quedarían, uno junto al otro, los cuerpos de los dos amantes y monarcas.
El cuerpo de Rosalía partió a Stallia en un barco, donde fue sepultada con todos los honores. La princesa Blanca, Corazón de Nieve, también se marchó, pues prefería dar personalmente la peor de las noticias a su padre.
En cuanto a los príncipes, ellos sabían lo que les esperaba, pues un reino entero necesitaba de su fortaleza. Y así sería. Anisio Terra Branford se arrodilló ante la tumba de sus padres y juró que sería un Rey tan glorioso como pudiera, y que no descansaría hasta evitar que un hada negra o cualquier otra fuerza oscura amenazara la paz de aquel reino o de cualquier otro.
Anisio había entendido que la Cacería de Brujas no terminaría jamás.
Y Axel comprendió que su importancia se había triplicado para aquel pueblo plebeyo en el momento en que se convirtió en el único príncipe del reino. También comprendió que Arzallum jamás debía volver la espalda a las amenazas que crecían cuando el Estado le daba la espalda a sus necesidades. Detrás del príncipe una fila de nobles y plebeyos, justo en ese orden, esperaba para rendir los últimos homenajes a su rey y a su reina.
Y Axel miró por encima de la tumba de sus padres y vio las estatuas que Anisio había mandado construir en tiempo récord, en acatamiento a su primera orden como rey. Era una estatua de Primo Branford, todavía más imponente que la decapitada durante el ataque de Corazón de Cocodrilo, vestido con la armadura de rey, la capa y el blasón de Arzallum. Esta vez no estaba solo. A su lado descansaba la estatua de una reina con armadura dorada, para ser recordada por siempre en su real grandeza.
Ambas esculturas tenían uno de los brazos erguidos, y esos brazos se encontraban unidos, con los dedos entrelazados, en una posición superior, como si vieran hacia el horizonte, antes que las demás personas, justo como lo hacen los reyes, el futuro de felicidad que viviría Arzallum. Debajo de las estatuas, una placa escrita con la mejor de las caligrafías exhibía con brillo un solo mensaje, leído tres veces por el príncipe antes de ceder su lugar a la multitud que se encontraba detrás de él.
En memoria de Primo & Terra Branford,
el más grande rey y la reina más grande que esta y cualesquiera
otras tierras osaran conocer.