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Hipnosis negra, vudú, manipulación de energía vital. Nada estaba funcionando, y la bruja tembló de miedo por eso. Veía de lejos a su ejecutora que se aproximaba, como muchas otras personas en épocas pasadas, cuando ella misma se convirtió en su tormento. Con un movimiento brusco, Babau invocó al elemento aire, que apenas la obedeció por obligación, pues no tenía las menores ganas de ser utilizado ya por una maga negra, y menos para cometer un crimen aún mayor que asesinar a un rey: atacar a un hada.

Con la agitación del aire, una estatua cercana, con la imagen de un semidiós de largas barbas negras y uno de los grandes semidioses representantes de la libertad, cayó de su pedestal encima del hada que avanzaba con furia, y Babau tuvo tiempo de suspirar al menos por un instante.

Todo para después desesperarse más.

Tal vez la bruja había olvidado que las hadas pueden volver sus cuerpos más ligeros que el éter y ser así invisibles a los ojos de las personas. Y volverse aún más ligera que el éter presente en todo lugar representa mucho más que volverse invisible, pues implica volverse al mismo tiempo intangible.

La estatua descendió y se quebró, como si no hubiera nada debajo de sí en su caída. Su materia no era, y jamás lo sería, lo bastante sublime para alcanzar a un ser de tamaña grandeza. Nada, ni el hierro frío, haría daño a un ser como aquel. Sí, las hadas en verdad eran avatares del semidiós Creador, aquel que dio la sagrada creación a todas aquellas personas.

—Se acabó, Babau —dijo el hada Terra—. Hace tiempo que profanas este lugar sagrado y has desafiado con eso el poder de los semidioses. Sin embargo, hoy tuviste la osadía de infringir directamente tres leyes semidivinas y no serás perdonada por eso. En este momento se te retira la Ley del Libre Albedrío y tu existencia se extinguirá para siempre.

Cecil Thamasa se levantó poco a poco. Lo que estaba ocurriendo era el momento más emocionante de su vida y no era preciso ser un clérigo para entender por qué. Bastaría con estar allí. Bastaría con tener fe. Bastaría con existir. Cada persona presente entendía que no era, en realidad, un hada la que se manifestaba. Era el propio semidiós Creador, que hablaba a través de su avatar, con una creación que se había atrevido a desafiar sus leyes. En realidad, tres de ellas.

—No matarás a un rey —dijo para sí el profesor Sabino von Fígaro.

Y Babau se arrodilló, desesperada, a sabiendas de que no tenía oportunidad de sobrevivir.

—Perdón… Yo… ahora entiendo la verdad… Quiero… quiero estar del lado de la luz… Por favor… Sálvame, por favor, mi buen Creador —en verdad que era atrevida aquella bruja al intentar engañar con eso a un semidiós.

—No atacarás a mis avatares —dijo para sí el clérigo responsable de aquella catedral, Cecil Thamasa.

El rostro desfigurado y cubierto de vendajes de Babau podía verse en el reflejo de la varita de luz de la reina-hada, que ahora estaba delante de su rostro. Por un momento la maga negra en verdad creyó que había engañado a un semidiós, con lo cual sólo ratificó su estupidez.

—Sí… Mi buen Creador… concédeme lo que merezco… Dame tu perdón.

—¡No usarás magias prohibidas en lugares sagrados! —susurró para sí la maga blanca madame Viotti.

Un rayo de luz rasgó un plexo solar, justo en el lugar en el que aquella bruja había hecho un agujero en el alma de un niño. El sitio no fue elegido con arbitrariedad.

—Y ahora te retiro tus sentimientos —dijo el hada, aún con la línea de luz clavada en el pecho de la bruja.

João Hanson se mantuvo inmóvil e inconsciente en ese momento. Ninguna fuerza negativa seguiría absorbiendo su energía vital, aunque le que daba muy poco de vida. No tardaría mucho en dejar de respirar y su existencia terminaría, al menos en aquel plano.

Ariane lo sabía. Y era fácil entender por qué: la mujer de vestido carmesí estaba parada a la entrada de la catedral mirando a João, a punto de llorar. La niña se irritó tanto con la escena, que tuvo ganas de aplicar un hermoso puñetazo, de esos que adoraba ver a su príncipe e ídolo aplicar por allí, a aquel ser igualmente intangible.

—¡Escucha bien, tipeja! —en definitiva la Banshee nunca había sido llamada de forma tan curiosa—. Si estás pensando que permitiré que te lo lleves, estás muy equivocada, ¿me oyes?

Muralla, que observaba la escena, creyó por un momento que la pobre Narin se había vuelto loca y hablaba sola.

—¡No puedes desafiar a la Muerte, Ariane! —las palabras provenían de madame Viotti, que se había acercado y también podía ver a la enviada de rojo.

Los ojos de Ariane fueron primero hacia ella y después se desviaron hacia un objeto en aquel campo de batalla, concentrados en aquello que ella percibió, probablemente la única en haberlo hecho todo el tiempo, pues nadie, en medio de tantos acontecimientos, había notado lo que ocurrió cuando Terra Branford entró en aquel sitio, tras la explosión de la pared lateral de la catedral. Una parte del techo se había derrumbado, y de allí había caído un símbolo semidivino que era de los más poderosos en la historia de ese mundo: una Piedra de la Creación. Se trataba de un ejemplar semidivino que en otras épocas había pertenecido al fallecido clérigo Harold Manson. El objeto mágico se volvería polvo cuando un día cediera su lugar a la Piedra de la Creación de Cecil Thamasa.

—¿O será que no? —se preguntó Ariane con la firmeza de una roca.

La varita de energía fue retirada del centro del pecho de la maga negra y otro rastro de luz se clavó; esta vez a la altura de su garganta, lo que impidió que siguiera gritando.

—Y ahora te retiro tus palabras —volvió a proferir el Creador a través de su hada.

—¡Vi cómo lo hizo el clérigo! ¡Él lo deseó y lo consiguió! ¡Yo también lo conseguiré! —afirmó Ariane, creyendo en lo que decía.

—Hija mía, nadie que no sea un clérigo puede utilizar ese artefacto. ¡Y nadie puede desafiar a la Muerte, ya te lo dije! —insistió madame Viotti.

Ariane apretó contra sí el artefacto, el cual seguía emitiendo pulsaciones de una luz escarlata como los cabellos y el vestido de la mujer que la observaba. Madame Viotti entendió que la niña intentaría desafiar a la Muerte o lo que fuera necesario para que ese niño viviera, y nada de lo que dijera cambiaría la decisión de un ser tan obstinado.

—Ariane, escucha, querida, te enfrentarás y negociarás con la Muerte —el tono de voz expresaba la seriedad del asunto—. Puede ser que ella esté de acuerdo, pero tal vez sólo se irrite y te lleve también, como ejemplo de que no se debe jugar con ella. ¿Entiendes lo que digo?

—Sí —y Ariane cerró los ojos, sin pensar demasiado en lo que implicaría su actitud.

La vara de luz se retiró de la garganta de la bruja y se clavó una vez más en aquel cuerpo decrépito, ahora a la altura de la frente, en el espacio entre los dos ojos.

—Y, por último, te retiro tus pensamientos —sentenció la reina-hada. El rastro de luz rasgó la carne y el alma de la maga negra. La reina-hada usaba una varita, y aquel detalle era poco importante; podría haber sido una espada luminosa o una piedra de color rojo. No importaba. Eran sólo formas de un mismo instrumento que simbolizaba un vínculo directo de éter puro con lo semidivino.

Babau sintió que su carne putrefacta era del todo inexistente. Ya no sentía su cuerpo, y probablemente ya no lo tenía.

—¡En nombre de los dioses que están por encima de los semidioses, lamento tu creación y retiro tu existencia para siempre! —y el instrumento fue retirado, y las luces salieron del interior de aquella vendas.

Y nada más existió.

Babau jamás sintió nada, pues fue a la Nada adonde pasó a pertenecer. Los piratas corrieron fuera del lugar, temerosos de que el hada se volviera contra ellos, y la mayoría de los soldados se encontraba sumamente atónita como para pensar en perseguirlos. Entonces buscaron a Terra Branford, pero tampoco la hallaron. No había más Rey ni había más reina.

No había más nada.

Ariane deseó con todas sus fuerzas que João Hanson no abandonara ese plano de existencia, y la Muerte la escuchó. Su llorosa enviada se mantuvo neutral, a la espera de sus siguientes instrucciones, madame Viotti sabía que justo eso estaba pasando en aquellos ojos tristes, siempre bañados en llanto.

Y la Muerte evaluó lo que ocurría. No aceptaba ser desafiada. No aceptaba ser engañada. No aceptaba que dudaran de su existencia. Pero ahora se había topado, como muy pocas veces, con una criatura que no quería desafiarla ni engañarla ni dudar de su existencia. Sólo deseaba hacerle una simple petición, una petición para generar un reinicio del ciclo vital, en vez de los pedidos de siempre, orientados al término prematuro del ciclo de alguien.

Cecil Thamasa descubrió allí que el Creador había definido que, para que la Piedra de la Creación funcionara, sólo se necesitaba que todo pedido que le fuera hecho estuviera dotado de fe en estado puro, en busca del beneficio de alguien. Sólo eso. La necesidad de un título era algo que únicamente existía en el burocrático raciocinio humano, mucho más complicado en los adultos que en los niños.

Y así la Piedra de la Creación brilló.

En el mismo momento en que la Piedra de la Creación destelló en las manos de la niña, un hada convertida en mortal se hallaba ante el cuerpo del hijo que engendró. Estaba en lo alto de la catedral, profanada durante tanto tiempo por una maga negra. Lista para unirse a su gran amor, el Creador aceptaba aquella última petición en agradecimiento por haber servido como su representante en un castigo sagrado. Había subido allí en un abrir y cerrar de ojos, pues así se mueven las hadas, mediante lo que los viejos y sabios indios mohicanos llamarían «transferencia de éter».

Llegó allí siguiendo un rastro y un llamado, pues un águila-dragón habla con las hadas cuando chilla con su ¡kiai!

Las heridas estaban abiertas en el cuerpo casi sin vida del príncipe. La sangre escurría y todo eso sería curado en el momento en que pidiera la bendición de sus semidioses. No había varitas ni piedras. Ariane sabía que nada de eso era necesario. Nunca había sido necesario más que en la mente de los humanos.

Tan sólo era necesaria la fe.

Y la Piedra de la Creación se convirtió en polvo.

Y el cuerpo del hada se convirtió en polvo.

Y el polvo se convirtió en energía.

Y la energía se convirtió en luz.

Un niño plebeyo y un príncipe de la plebe recibieron, al fin, las bendiciones semidivinas proporcionadas por peticiones hechas con sentimientos manifestados por la voluntad e ilimitados por la fe.

Pues eso era puro amor y nada más.

Madame Viotti conocía el significado de ese momento, y nadie más tenía su sabiduría en ese instante. Ella vio con sus propios ojos que su pequeña y joven discípula había enfrentado y perdido el miedo a la Muerte en nombre de su propia fe y de su propio amor.

Y por eso también sabía lo que aquella representaba en la vida de Ariane Narin.

La verdadera iniciación había llegado a su fin.