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Por fin había descubierto una ventaja en la piel y en su macabra simbiosis de anfibio. Anisio llegó adonde quería mucho más rápido de lo que imaginó, con su nuevo movimiento grotesco, asustando a los plebeyos que veían al cada vez más monstruoso humanoide cruzar las calles en saltos de cinco, seis, siete metros, a una velocidad increíble y sobrenatural. La determinación de encontrar a su princesa era casi una obsesión, y el instinto animal se sobreponía a cada instante al raciocinio humano, lo cual resultaba preocupante.
Conocía de corazón el mapa de Andreanne; había pasado la vida entera estudiando para ser el Rey perfecto. Se acordaba de atajos e incluso de entradas alternativas a los túneles subterráneos, los cuales pensó que nunca necesitaría usar, pero aun así se había esforzado por conocer. Y digo más, entró en aquellos subterráneos con aquel horrible movimiento característico, que en un primer momento asustaba y acto seguido causaba náuseas y repugnancia, pues era asqueroso para cualquier ser humano ver a semejante humanoide saltar y rebotar de un lado a otro. Cualquiera de estos dos estados resultaba perfecto para Anisio, que pasaba entre los hombres de las Sombras como un tifón verde y descontrolado. Ellos mismos le abrían camino, asustados y en extremo temerosos, porque descubrieron que eran ciertas las leyendas sobre monstruos en esos subterráneos.
Anisio buscó a su amada princesa Blanca en muchos sitios de aquella red de túneles, en sus ductos y en muchas aberturas de aquellas cavernas, una después de otra, con una determinación imperturbable e incansable. Nada le impediría llegar hasta ella. No le importaba qué pensara Blanca de su aspecto ni cuál sería su reacción; sólo necesitaba saber que ella estaba bien. Y si bien nadie se lo impediría, entonces a nadie le extrañará saber que, de tanto buscar en aquellos subterráneos y acabar con la sanidad de las peores especies que vivían en aquellos agujeros, la encontró.
Estaba al final de un corredor, con la expresión de quien no ha comido en horas. A su lado se encontraba un Sombra grande y fuerte, con una espada de dos manos que asustaría a cualquier rehén. La visión llenó a Anisio Branford de rabia por la impotencia de poseer esa forma maldita y por la audacia de esos hombres, que se atrevían a amenazar a una princesa como aquella.
A su princesa.
El hombre soltó el arma y cayó sentado hacia atrás al ver al inmenso humanoide verde saltarle encima. Anisio se detuvo frente a la princesa y ningún otro Sombra se atrevió a avanzar por aquel corredor estrecho para aproximarse. Observaban si devoraría a la chica, lo que les provocaría indiferencia, pues la reina Rosalía hacía mucho había sido trasladada por Jamil, y si aquella princesa continuaba viva era sólo para una futura negociación de rescate con los reinos de Stallia o Arzallum.
Además, si sirviera de alimento para ese bicho inmundo, entonces él quizá se satisficiera y se largara, o entonces sería más fácil perforarlo con una fría cuchilla. Así, los Sombras que miraban desde el estrecho corredor rogaron para que aquella inmensa boca se abriera y engullera a la joven de un solo bocado.
La princesa Blanca no conocía los detalles, por lo que la primera reacción fue de terror y repulsión. No se apartó más sólo porque estaba acorralada en el fondo del túnel. Y si su destino hubiera sido incluso servir de comida a un hombre-sapo, no habría logrado huir de él. Fue entonces cuando escuchó la voz de aquel ser monstruoso y el mundo perdió su sentido.
—Por favor… No me mires así. Tú no. Gracias al Creador que no te pasó nada malo…
Blanca no reconoció a su novio, menos aún en aquella fase final en que se encontraba su leprosa simbiosis. Lo que había sido piel humana tenía heridas expuestas, y casi toda la costra formada encima de esa piel era ahora un tejido blando verde y reseco, sucio y con larvas de insectos. Era la última persona a la que habría deseado ver allí. Pero las palabras de la criatura disminuyeron su temor. Al menos la sacaron del miedo a la muerte inminente. Si fuera a morir aquel día, cuando menos no sería en la boca de una aberración.
—Ya vienen. Ellos vienen a salvarte, Blanca. Oré tanto al Creador para que estuvieras bien.
Era verdad. Blanca, sin embargo, aún no entendía nada y se imaginó que esos «ellos» que venían para sacarla de allí pertenecían a una banda de sapos gigantes que invadiría aquel lugar hablando de forma pomposa, la cual no es la mejor visión que se puede esperar del mundo. Independientemente de eso, percibió que aquella criatura no deseaba hacerle daño. Muy por el contrario, en verdad parecía, en el auge de su siniestra existencia, que quería ayudarla.
Y cuando miró a la criatura sin temor, al fin lo reconoció.
Podría estar preso dentro de otra piel claustrofóbica, caminar de manera animalesca y hablar con la voz distorsionada, pero aún tenía los mismos ojos por detrás del rostro invadido. El mismo factor que posibilitó a la reina Terra reconocer a su propio hijo. No era esa una facultad exclusiva entre madre e hijo, sino también entre amantes verdaderos. Como lo eran aquellas dos almas.
—No… no… no… No puede ser… —la princesa Blanca flaqueó—. No… puede… ser…
—Perdóname… Yo… no quería que me vieras así… —Anisio no sabía ni cómo empezar a hablar. Todo lo que decía era involuntario.
—¡Por el Creador! ¿Qué hicieron contigo? —Blanca estaba impactada, la mano lista para tocar la piel blanda, rugosa y seca.
—Bruja… —y de nuevo nada más tuvo que ser dicho.
Blanca acercó las manos a aquella piel verde y llena de verrugas, sin importarle el frío ni cualquier otra sensación repugnante que transmitiera. Créeme, ella en verdad lo amaba, no sólo porque fuera el futuro Rey perfecto, sino simplemente porque existía. Y su toque fue como un cobertor para un corazón que hacía tiempo sufría en el frío de la soledad enclaustrada.
Anisio, o lo que quedaba de él, se mantenía en una posición mucho más cercana al animal que al hombre, con las piernas y el trasero sosteniendo el cuerpo, los brazos tocando el suelo apenas como apoyo para un ser fatigado. Aún podía pensar como hombre, pero temía que esa facultad fuera sustituida por el instinto. En el fondo, la sensación era como si el hombre estuviera allí y el animal, alrededor, presionando para que los restos del humano quedaran destruidos. Hasta la piel anfibia y leprosa le pesaba como le pesa a un guerrero una armadura, y la sensación era la de un hombre enjaulado en un cuerpo que no se amoldaba con el alma verdadera.
Y Blanca podía ver eso.
Entonces los corazones de ambos latieron como uno solo. La princesa se dirigió hasta el arma caída del antiguo centinela y, con el máximo esfuerzo, la levantó por la lámina, de modo que el acero tocara la piel anfibia. Ahí, la lámina dibujó un símbolo de # a la altura del brazo derecho, derramando sangre roja como la de un hombre.
Entonces la princesa limpió la sangre.
Y tras inspirar lo más profundo que pudo, tocó la herida con los labios y le sopló su fuerza vital.
Magia blanca. Magia que cura.
El cuerpo del hombre-anfibio tembló. Entonces le entró la sensación de que vomitaría las entrañas. Las cuerdas vocales parecían habérsele trabado. La vista se le enturbió. Los músculos parecían de piedra y el cuerpo, con el doble de su peso anterior. De un momento a otro, Anisio Branford no pudo ver, oler, escuchar ni sentir. Entonces inspiró fuerte, como una persona que sube a la superficie tras estar a punto de ahogarse. Fue el momento en que la luz se apoderó de aquel subterráneo y sus formas superaron a las tinieblas. Poco a poco la piel blanda se fue retrayendo, como si toda el agua fuera retirada de aquel cuerpo y sólo quedara carbono. Entonces se escuchó el ruido de un hueso que se quebraba. Y el sonido se repitió. Y otra vez. Y otra vez. La piel verde y llena de verrugas se contorsionó, se arrugó y comenzó a resquebrajarse como vidrio. ¡Todavía se escuchaban los estallidos! ¡Y más y más y más!
El corazón de Blanca Corazón de Nieve latió acelerado, pero vivo como nunca.
¡Y fue así que ella vio quebrarse la piel de sapo, como se quiebra un espejo!
Pedazos y pedazos de piel verde se esparcieron por el suelo, y de allí nacieron lombrices que se arrastraban entre mucosidades y pus. Los restos de aquella cáscara eran un hombre desnudo, lleno de heridas, en posición fetal, que acababa de renacer.
En el brazo derecho del cuerpo, la marca del cuadrado: #.
En el corazón, la fuerza de los sentimientos manifestados por la voluntad e ilimitados por la fe.
Una victoria, sin embargo, nunca viene sin lucha. Cuando aquel bando de Sombras, cada vez más voluminoso, vio a aquella aberración dar paso al primer príncipe de Arzallum, las asustadas láminas se desenfundaron con agitación. El príncipe se volvió y lo primero que vio fueron sus manos de guerrero. Ya no había una textura reseca, sino sus tres capas de piel humana. ¡Cinco dedos que podía separar! ¡Y cuánta falta le había hecho el pulgar! Se inclinó y tomó la grandiosa espada de dos manos utilizada para marcarlo, la misma empleada para torturar a su amada y que, como siempre, por ironía del destino, sería su salvación.
Anisio Branford estaba de pie, frente a aquella turba, desnudo y con el cuerpo surcado de heridas. Y aún así aquella visión era la más peligrosa del mundo para esos hombres. Pues mientras su hermano Axel había sido entrenado como un gran pugilista en el combate corporal directo, él, el primer príncipe, se dedicó a otro tipo de entrenamiento, altamente recomendable para monarcas que requieran un día liderar ejércitos en los campos de batalla.
—Amada, viví una odisea para llegar aquí. No te preocupes, que no lo hice para morir en este lugar. Quienes se atrevieron a capturarte pagarán ahora por su osadía. ¡Pues yo, el primer príncipe de Arzallum, Anisio Terra Branford, en este momento convoco a los semidioses de la justicia para que peleen a mi lado, y me declaro juez y ejecutor de la justicia de estos condenados!
Combate en masa.
Esa era la especialidad de Anisio Branford. Y nada mejor que contar con un corredor estrecho, que limitaba el número de personas capaces de atacarlo a la vez, aunque varios centenares estuvieran locos por hacerlo. Ahora yo podría decir que, en ese momento, la turba avanzó sobre el primer príncipe de Arzallum.
Pero eso no le haría justicia a la verdad.
Pues fue el primer príncipe quien avanzó, furioso, contra aquella turba.