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Liriel Gabbiani estaba en la pista, al lado de una pila de libros que leía acostada. Algunas antorchas iluminaban el lugar. Liriel era el tipo de persona que no tomaba en serio las advertencias de que eso le perjudicaría la vista, al grado de que algún día necesitaría usar lentes. Casi todo el elenco se había ido a divertir, si es que aún había lugares para hacer tal cosa en Andreanne, pues aquel era un día de asueto y no había presentaciones en el día del agua. Ella prefirió quedarse sola, concentrada y en silencio, leyendo buenos libros que le abrieran la mente a nuevas ideas. Pero la iluminación ya estaba exageradamente baja como para hacer confortable la lectura. Entonces disminuyó todavía más. Hasta que casi no hubo iluminación alguna.

Liriel se levantó de un salto, asustada. Los ojos muy abiertos, intentando acostumbrarse a las nuevas condiciones de luminosidad. La adrenalina corría a montones por su torrente sanguíneo debido al temor. Había andado medio paranoica tras saber del genocidio del extinto grupo de los Fantasmas, y momentos como ese sólo fortalecían su paranoia.

Aquello era bueno, por su propio bien.

Tal vez fue la preparación física y psicológica para el peligro lo que la hizo escapar de una fina lámina cuya dirección era obvia: su corazón. Y habría acertado si ella no hubiera doblado el cuerpo hacia atrás, como en un típico número circense.

Caminó hacia atrás sobre la punta de los pies, como una bailarina. Deseaba no hacer ruido, entender lo que ocurría y huir, según el número de personas que anduvieran por allí. Nadie la superaba en invasión, acrobacias e incluso movimientos improvisados, pero el combate corporal era algo fuera de sus atributos.

Sintió un rasgón en las espaldas. ¡Gritó! Otro más en las costillas. Esquivó un tercero. Saltó hacia atrás con una acrobacia circense. Presintió un puñal persiguiéndola más rápido de lo que podía eludirlo. Liriel se dejó caer como si hubiera tropezado con sus propios pies, y giró tres veces después de tocar el suelo. No podía levantarse. No había tropezado con sus propios pies: ¡tenía clavado el puñal que un momento antes la perseguía a la altura del hombro izquierdo!

El dolor era punzante. Su verdugo se aproximó y, aunque casi sin luz, vio que se trataba de alguien pintado como los payasos de circo, cubriéndole el rostro. Sin embargo, no tenía más tiempo para pensar en esas cosas, como tampoco se consideraba lista para aceptar su destino, si es que este era la muerte. El dolor en el hombro pulsaba a cada movimiento.

—Nada personal, muchacha. Son sólo negocios. Tienes que entender… —dijo la voz de su asesino—. ¡Corazón de Cocodrilo te manda saludos! Y te garantizo que haré que te acuerdes muy bien de él durante las próximas horas…

Liriel relacionó el nombre con la figura de aquel ladronzuelo despreciable que la había visitado más temprano. Tal vez esa era la maldita información que había intentado darle, antes de que ella lo echara como a un perro callejero. Si tenía razón, entonces comenzaría a aceptar su destino. Pagaría el precio por su tontería, pues las personas tontas no tenían nada qué hacer en el ramo que ella había elegido.

Fue cuando cerró los ojos, a la espera de la muerte.

Y escuchó dos láminas que se rozaron dos veces una contra la otra, creando chispas en el escenario sombrío, las cuales recordaban los movimientos de un matador a punto de sacrificar a un buey. Sólo más tarde descubriría que aquel sonido no provenía de su victimario. Era de una tercera persona, también oculta en la oscuridad. Exactamente como una sombra.

—Oye, bufón, ¿por qué no te vas a decirle esas cosas bajas a la gente de tu ralea?