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Casa de los Basbaum.

Primo Branford, el rey en persona, veía con sus propios ojos las runas dejadas por los piratas en aquella casa, con un experto al lado que le explicaba por qué aquella vivienda era distinta de las otras: el excéntrico caballero Sabino von Fígaro, del cual nadie dudaba, le gustara o no, que era el mejor y más capacitado hombre en aquella ciudad —y en muchas otras más allá— para explicarle el asunto al monarca.

—¿Entonces eso podría ser un mensaje?

—Es probable —respondió Sabino—. Pero el problema radica en descifrarlo. Mis asistentes buscaron en muchos libros de la Biblioteca Real y nada encontraron.

—¿Quién crees que sería capaz de leer runa tan antigua, Sabino?

—Una bruja, majestad. Y entre ellas sólo una.

El rey soltó un bufido. Un capitán entró a la casa con cara de pocos amigos.

—Su majestad…

El capitán de expresión preocupada venía a informarlo sobre la explosión acontecida en un galerón, donde se descubrieron los cuerpos de decenas de integrantes del grupo criminal conocido como los Fantasmas. Resultaba impresionante la velocidad con que se diseminaban las noticias.

Sobre todo las malas.

En otro punto de Andreanne, los soldados reales obedecían las órdenes de sus superiores para invadir lugares de reputación dudosa, entrar en las casas familiares y registrar cualquier lugar en medio de preguntas, el seguimiento de pistas y la aprehensión de sospechosos.

Sabían bien lo que buscaban: a una bruja. Y no escatimaban esfuerzos, pues entendían bien que la capital del reino, que hacía dos días era un ejemplo a seguir, estaba siendo arrasada por una avalancha de destrucción.

Por ejemplo, para tener una mejor idea sobre lo que esto implicaba, el Lobo Malo, por ejemplo, se vio obligado a desmenuzar su despensa entera, ¡y para sorpresa de muchos ni siquiera la Majestad se escapó de una revisión exhaustiva! La impresión era que las cosas pronto volvería a su cauce gracias a la gran determinación de aquellas personas, al parecer seguras de lo que buscaban, aunque también se rumoraba que nadie sabía muy bien lo que se hacía.

—¿Irá ahora para allá su majestad? —preguntó el mismo capitán que había informado al rey sobre el exterminio de una gran parte del grupo de los Fantasmas.

—¡No! —la respuesta sorprendió a la mayoría de los presentes—. Basta de cometer errores. Ir allá sólo me tomaría más tiempo, y de manera inútil, pues ni Jamil ni nadie más seguirá allí. Mejor debo pensar dónde podría esconderse un grupo como aquel y dónde podrían estar la reina y la princesa…

En momentos como aquel Sabino tenía la capacidad de ayudar al rey a razonar: tejería una teoría acaso útil e interesante y lo conduciría haciendo uso de un raciocinio completo de la situación. Mas no lo hizo. Y esto no se debió a su falta de voluntad, sino porque aquello otro sucedió.

Hasta el profesor Sabino, acostumbrado a misticismos, se sorprendió.

Y yo, con todos mis años como contador de historias, puedo afirmar que cuando una persona como Sabino von Fígaro se sorprendía por algo, entonces tú, yo y todo los demás deberíamos preocuparnos de verdad.

Primero fue un ruido.

¿Conoces ese crepitar, el estallido de la madera al quemarse? Era algo más o menos parecido, aunque el sonido no resultó lo que más impresionaba. El sentido más despierto e improbable era el de la vista, con el que los presentes atestiguaron aquello. No era un truco; ¡no podía tratarse de un truco!

¡Por todos los semidioses de Nueva Éter, era inaceptable para el raciocinio y la salud mental de aquellas personas que se pudieran realizar cosas como aquella!

Ya dije que Sabino se sorprendió, y era verdad, si bien al menos en su mente comprendía que aquello era posible. Pero el equilibrio entre saber y ver no siempre es compatible.

Se trataba de un pergamino.

Te estarás preguntando, con todo el derecho del mundo, ¿cómo es que un pergamino puede asustar a alguien? Pues bien, era un pergamino escrito con sangre, lo que tampoco es un fundamento para convencerte de que atemorice a un rey sólo por eso. Y no te culpo, pues a mí tampoco me convencería.

Ahora, si me dijeran que ese pergamino escrito con sangre se transformó en energía pura a modo de transferirlo y que se materializara en aquella habitación, frente a todas esas personas, ¡al menos yo estaría de acuerdo en que suena muy aterrador!

Eso fue lo que ocurrió.

El pergamino apareció lentamente encima de una mesa, del éter, frente a tantos testigos, como una tela diseñada por una araña ebria y manca.

—La mente transformada en energía pura —dijo Sabino. Él sabía de la existencia de personas capaces de desmaterializar y materializar objetos a partir de su propia estructura atómica, pero nunca imaginó que tendría la oportunidad de ratificarlo en tiempo real.

Cuando se materializó la carta, el rey la tomó y su primer impulso fue romperla. Entonces la leyó en voz alta y todos entendieron el motivo de su irritación, pues ahí, escrito en siniestras letras rojas de sangre, en el peor momento posible, la extraña caligrafía transmitía un mensaje claro y directo:

Pagarás, Primo Branford.

Por tus crímenes pagarás.

La culpa de todo fracaso está en tus actos, y tus descendientes cargarán con eso.

Estás marcado, rey.

Lo juro.

Las personas intercambiaron expresiones asustadas. Nadie sabía cómo consolar al rey.

Miraban a los ojos del monarca e imaginaban su miedo. Otros veían su debilidad, que era una manifestación imperdonable en la mirada de un rey. También estaban los más sensibles, y aquí incluyo a los hermanos João y María Hanson, que percibían la desesperación humana y deseaban que todo aquello terminara con un final feliz, como en las fábulas de los bardos.

Allí sólo había una persona con la experiencia de vida suficiente para saber lo que representaba aquella mirada. Sabino lo había visto antes, pero nunca con un rey, y eso lo asustaba aún más, pues no podía compartir esa información con nadie. Sabía que cuando los súbditos de un reino pierden la esperanza en su rey también la pierden en sí mismos. Por eso no compartiría sus temores, aunque más tarde él mismo tuviera dificultad para dormir, al recordar aquella expresión en el monarca y el mensaje que la provocaba.

Porque el profesor sabía que allí no se estaba manifestando un principio de miedo, de debilidad ni de desesperación. Era algo mucho más grave y preocupante, pues resultaba mucho mayor que todo eso junto: Sabino von Fígaro sabía que Primo Branford, el más grande de todos los reyes, se balanceaba en realidad en la peligrosa línea entre la salud mental y la legítima locura.