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Snail Galford diría que el momento «resultaría cómico si no fuera tan trágico».
Sin embargo, sabía que no había mucho que reclamar. A final de cuentas el destino había sido irónico, por permitir que un sujeto mezquino y egoísta como él tuviera un arranque de heroísmo gratuito una vez en la vida. En realidad, tal heroísmo se fundaba en un motivo: el ego azuzado por una muchacha de genio fuerte, si bien él jamás vería la situación desde ese ángulo.
Y si el destino se mostraba irónico al brindar la oportunidad de que el ladino deviniera héroe, él no estaba satisfecho. Pues Snail, que imaginaba el momento glorioso ante el Rey sentado en un trono, o al menos ante Anisio o Axel Branford recibiéndolo en la Sala Redonda, se topaba de frente con… ¡eso! Era muy triste admitir que su momento de gloria sería atestiguado ¡tan sólo por un… grotesco hombre-sapo envuelto en mantos como una momia salida del circo de las aberraciones, con cara de alguien que padeciera estreñimiento! Snail no reconocía a aquello como el príncipe Anisio, pues no era la madre del muchacho para reconocerlo sin su piel humana. ¡Peor todavía! ¡Insatisfecho con convertirlo en un payaso, el destino aún ponía a la aberración al lado de un enano barbón, prieto y refunfuñón, que a saber de dónde habían salido! Y para mayor colmo, un enano hosco, como si su existencia no fuera ya motivo suficiente para estar de mal humor.
Al menos surgió una luz para evitar que la situación se tornara más deshonrosa de lo que ya era para la memoria de su fallecido padre, al menos en la mente de Snail: la reina Terra, a la que Snail sí tuvo el placer de contarle su información de oro:
—Su reina, su alteza, soy Snail Galford y he venido hasta aquí a ver a su majestad, Primo Branford.
Snail no tenía la menor idea si estaba usando los términos correctos, y no lo hacía. En ese caso, la ignorancia resultaba mucho mejor para él, pues evitaba que la piel negra se volviera roja. Para comenzar, presentarse a una reina con su pañuelo típico ya constituía una ofensa, y dirigirse a su autoridad como «su reina, su alteza», en vez de «su majestad», ya era motivo para que Anisio le endilgara un sermón histórico, de haberse hallado en condiciones físicas para hacerse respetar. Como a nadie le importaban los errores de Snail, pues estaban mucho más interesados en lo que tenía que decir, la reina trató de apresurarlo:
—El porqué de tu presencia ya me fue informado. Primo, mi marido y Rey, te nombró agente doble de la corona —las palabras de la reina eran frías y ocultaban el deseo de terminar con esa parte lo más rápido posible—. Por lo tanto, te pido que no pierdas más tiempo y cuentes ya lo que debas decir.
—Sí, mi reina —esta vez utilizó un término mucho mejor que «su reina, su alteza», puedes estar seguro—. Vengo a informarle que descubrí la ubicación del escondrijo donde la reina y la princesa de Stallia son mantenidas prisioneras.
Los extraños ojos híbridos de Anisio se abrieron. Deseaba aquella información más que cualquier otra cosa.
—Se perforaron muchos túneles subterráneos, para crear una especie de red de túneles intercomunicados e instalar grandes tuberías que desembocan en las fosas del mar de Andreanne. Tales cavernas se patrullaron durante un tiempo, pero después se olvidaron, a partir de lo cual se generaron muchas historias de terror para asustar a niños y adultos. ¡Pues es allí donde el grupo conocido como las Sombras se mantuvo escondido todo este tiempo, y también allí donde se encuentran la reina y la princesa de Stallia!
¡El humanoide saltó y rompió una vidriera del Gran Palacio!
Fue una reacción impulsiva e irracional, tal como debería funcionar el cerebro de un sapo, por encima del buen sentido de un humano. Snail quedó atontado por la reacción, pero no por mucho tiempo. Habría permanecido así si supiera que se dirigía al lugar que él mismo acababa de revelar, pues consideraría a todos los sapos humanoides y pegajosos del mundo suicidas en potencia. Como no lo sabía, al final no pensó nada.
La reina se levantó en un impulso y se volvió hacia el Maestre Enano.
—Maestre Enano, sé que no tengo derecho a pedirle esto, pero…
—Su majestad —y con la manifestación del enano refunfuñón, Snail descubrió al fin el término correcto a utilizarse con las reinas («¡El mismo que para el Rey, caray!»)—, la mitad de las Siete Montañas que mis hermanos y yo defendemos como morada se localiza en este reino, y eso hace de vuestra persona mi reina también. Soy yo el que no tengo derecho a rehusarme a nada que me pida. Y cada vez me sorprendo más de cómo la estupidez humana, que en mi opinión es tan idiota como heroica… sin que me lo tome a mal…
—No tenga reparos en decirme su opinión sobre los humanos, Maestre Ira. Sé muy bien cuán imprevisibles pueden ser cuando son puestos a prueba.
—¡Oh, qué cabeza la mía! —el Maestre Ira no recordaba ni un poco a aquel enano refunfuñón de antes. Por una vez, la ira parecía ceder su lugar a la paciencia—. Haga lo que crea que debe hacer, reina Terra. Yo, el Maestre Ira, llamado por los hombres Maestre Irritado, uno de los siete Maestres Enanos de las Siete Montañas de Nueva Éter, hago un juramento solemne de que acompañaré a los soldados de este reino y traeré a su hijo de vuelta…
¿«Hijo», «Maestre Enano», «Siete Montañas»? ¿Es que Snail se estaba volviendo loco o aquella aberración que había saltado por la ventana en verdad era el príncipe Anisio Branford? ¡Sólo aquel enano ante él parecía capaz de destruir una taberna o dos! Llegó a pensar si sería preciso que él mismo partiera acompañado de una tropa para aplastar a aquel bando estúpido de Sombras.
—En cuanto a ti, señor Galford. —Snail notó que era la primera vez que le decían «señor», y viniendo de una reina se sentía más que feliz por eso—, acepta esto como pago. Ahora, por favor, déjame, pues es la hora en que debo enfrentar mi destino…
Snail agarró una bolsa que, al moverla, parecía contener una buena recompensa. Pensó en lo que diría su padre. Pensó que un verdadero héroe, en su lugar, rechazaría la bolsa de dinero, pues los héroes no viven del heroísmo: lo practican. Al menos eso era lo que decían los cuentos que rara vez tenía la paciencia de escuchar. Sí, ya no albergaba dudas de que un verdadero héroe rechazaría aquella bolsa, probablemente atiborrada de monedas de reyes.
Por eso tuvo la certeza de que no era un héroe, pues salió en dirección al caballo que había tomado prestado con una sonrisa en los labios y la felicidad de haber sido recompensado por una buena acción. Hasta se sintió bien por eso. Tal vez Primo lo aceptara en el futuro entre sus filas de espionaje. De repente la vida de espía comenzaba a parecerle mucho más interesante que la de agente doble, el cual está en medio de dos patrones. Ahora ya había elegido al suyo. Y así acababa de divulgar una información que representaba el exterminio del único grupo criminal aún activo en la ciudad. ¡Sí, él había descubierto y revelado aquel lugar! No veía ningún problema en que resultara bien pagado por eso.
Entonces recordó a Liriel Gabbiani, y la frase que le ordenaba «ayudar a alguien gratis, al menos una vez en la vida». De nuevo había caído en la tentación y vendido información. Y aquello parecía molestarle todavía menos. Pues no, no era un héroe ni tenía necesidad de serlo. Aquel día había dado a su padre un motivo suficiente para enorgullecerse de él por más de cuatro o cinco vidas enteras.
Que los verdaderos héroes fueran a salvar a sus princesas.