37

El crepúsculo no sólo cayó sobre el Gran Palacio. Se manifestó unos veinte kilómetros al sur, aproximadamente, en el centro comercial de Andreanne, y en las otras partes del reino. Los soldados reales entraron en aquella casa donde un príncipe se encontraba en compañía de un profesor, una estudiante y una… ¡bruja! Querían llevarse a madame Viotti de vuelta a la Jaula, frustrados por no haberla visto ejecutada, y grande fue su sorpresa como consecuencia de la reacción inesperada del segundo príncipe de Arzallum. Axel Branford se irritó en demasía cuando se dio cuenta de lo que buscaban sus soldados, y no sólo les ordenó la retirada, sino también —y quédate pasmado— que le pidieran disculpas a madame Viotti. No podía mirar a esa señora como una bruja de las tinieblas que intentaba insultarlo, sino como una mujer que ayudaba a su reino, como muy pocos hasta ese momento habían tenido la capacidad de hacerlo.

—Ya comenzó.

Las palabras de madame Viotti paralizaron a cuantos se hallaban en la sala. No sólo porque todos allí tenían la suficiente inteligencia para comprender de inmediato lo que ocurría, sin los retardados con sus «¿eh?», «¿qué?» o «¿que ya comenzó qué?», sino porque el trance en que la señora se encontraba, con los ojos cerrados y la mano izquierda levantada, agitando determinados dedos, evidenciaba que tenía acceso a algo mucho más sublime que lo captado sólo por los cinco sentidos.

—¿La señora fue capaz de encontrar el lugar? —preguntó Axel, en el tono de mayor seriedad que había utilizado en su vida.

—Es difícil decirlo —respondió la bruja—. Salgamos de aquí. La energía negativa se volvió tan pesada que estoy teniendo ataques de vértigo.

Afuera, Ariane Narin y João Hanson esperaban a la comitiva, acompañados de Muralla, que en ese momento ejercía la función de guardaespaldas de la pareja de pequeños en vez de proteger al príncipe. La nariz de João sangraba, pero de una forma tan sutil que ni siquiera él lo percibía. Ariane no quitaba los ojos de la Banshee, que parecía no querer abandonar aún el centro de la plaza, como si esperara algo. La niña se preguntó quién sería la persona, además de ella, que aún estaba por ver a aquella mujer de rojo ese día, con lo cual quedaría condenada.

—Ariane, ¿estás sintiendo… no sé… como… un calor incómodo… algo extraño que te molesta? —preguntó João.

—Hum… Así como sentir, no estoy sintiendo nada, João. —Ariane pensó qué distinta sería su respuesta si la pregunta hubiera sido sobre algo que estuviera viendo y la molestara.

—¡Eh! ¿Siguen aquí ustedes dos? —preguntó María, saliendo de la casa—. ¿Dónde está mamá, João?

—Volvieron a casa. Dijeron que nos quedáramos cerca de los soldados y que no saliéramos de aquí sin ti. —João sorbió una vez y frotó su camisa, a la altura del antebrazo derecho, en la fosa nasal izquierda, en un movimiento casi involuntario.

—¡João! —se asustó María—. ¡Tu nariz sangra otra vez!

Madame Viotti se aproximó, interesada en el asunto. El profesor Sabino tomó la delantera:

Madame, este es el señor Hanson, hermano de María. Creo que traumas con una bruja durante la infancia lo hicieron más sensible a la energía negativa. Así que cada vez que este joven encuentra una gran concentración energética de tal naturaleza, el fenómeno se manifiesta.

—Entiendo —y la buena bruja meditó algunos segundos sobre el asunto—; ven aquí, querido. Dime con toda sinceridad: ¿hay algo que te molesta, una sensación extraña que te angustia y pareciera crecer en tu pecho?

—¡Caramba, madame Viotti, justo ahora se quejaba de eso! —dijo Ariane.

—Válgame, está bien que diga esas cosas. Pensaba que era el único loco en esta ciudad —la respuesta provocó una risa corta y fugaz en la señora.

—Querido, confía en mí, que soy como tu tía, y haz lo que te voy a decir. —João también creía, como Ariane, que aquella necesidad de que las personas mayores hablaran con las más jóvenes como si fueran idiotas era ridícula, pero se guardó el comentario—. Cierra los ojos y concéntrate. Quiero que te sientas ligero, que intentes sentirte bien. Esa sensación será molestada por una especie de calor y una angustia que vienen de alguna parte. Quiero que sólo señales de dónde viene la incomodidad.

João no tardó. Acaso Sabino tuviera razón en cuanto a sus teorías al respecto, y él se hubiera vuelto más sensible a las energías pesadas debido al trauma sufrido con Babau y aquella maldita casa. El hecho es que apuntó hacia el sur, con la seguridad con que un tabernero señala a un viajero la dirección de su negocio.

—Es para allá. No estoy seguro, pero… ¡no!, ¡sí estoy seguro! La siento desde allá.

Y todos miraron hacia donde João señalaba. Y se sorprendieron.

Pues allá, al sur de la plaza comercial, estaba la Catedral de la Sagrada Creación.

Mirando desde donde estaban, advirtieron que alguien también los miraba. Fijamente. Cecil Thamasa, el máximo clérigo de aquella catedral, que tanto había rezado por las almas de soldados y plebeyos, se encontraba en lo alto de la escalinata y su expresión, lo puedo afirmar con certeza, no era ni un poco de las mejores.

En definitiva ni un poco.