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La luminosidad del día ya daba paso al crepúsculo, es decir, unos pocos minutos antes de las seis de la noche. El caballo que Snail Galford había tomado en préstamo resultó un excelente velocista, con un talento nato para correr. De haber tenido la oportunidad, tal vez un día se lo dijera a su dueño, a riesgo de ganarse unas bofetadas de rabia del ciudadano. Bueno, eso sería justo.
«Nunca mires a las estrellas. Las estrellas te estarán mirando a ti».
La frase de Primo Branford resonaba de nuevo en su memoria. Snail había llegado al Gran Palacio y no tenía la menor idea de cómo entrar para hablar con el Rey. Decidió intentar un método nunca visto antes, al menos por él, y tan absurdo que tal vez por eso diera resultado: intentar hacerlo por la puerta principal. Un batallón de soldados todavía hacía guardia ante el portón, a muchos metros frente a la entrada, y el más robusto y menos educado vino a hablar con Snail.
—¿Qué quieres? —preguntó, sin ninguna cortesía.
—Hablar con el Rey.
El soldado contuvo la risa.
—¿Y por qué crees que lo conseguirás?
—Porque tengo un mensaje importante para él. Y no quiero saber lo que te ocurrirá si no lo recibe…
—Hum… —el soldado se preguntó si estaría alardeando—. ¿De dónde viene el mensaje?
Situación difícil. ¿Qué decir? ¿«De Corazón de Cocodrilo»? Lo encerrarían en la Jaula antes de que pudiera pestañear.
—No estoy autorizado para decirlo —fue lo primero que se le vino a la mente.
—Claro —dijo el soldado con desdén—. ¿Al menos puedes decir de qué se trata?
Otra situación difícil. «Ah, sí, es sobre la ubicación del cautiverio de la princesa y la reina de Stallia… ¿Que cómo lo sé? ¡Mira, yo soy una Sombra!» —esos pensamientos le recordaron los peligros sobre sí mismo y la Jaula.
—Asunto confidencial —fue la segunda cosa que se le vino a la mente.
—¡Oh, claro! Sí que sabes convencer a un soldado para que te deje entrar a un palacio real. Haz lo siguiente, chico: sigue tu camino hacia allá —y el soldado señaló a lo lejos del Gran Palacio—, y yo fingiré que nunca tuvimos esta conversación, ¿comprendido?
Snail Galford no sabía qué hacer. En el afán de tener éxito en su empresa, no había notado que el crepúsculo ya se había iniciado y que la oscuridad se apoderaba de los cielos de aquella ciudad al borde del caos total.
—¿Sabes… puedes mirar al cielo por mí y decirme si hay estrellas esta noche? —no, Snail no sabía y de hecho pasaría el resto de su vida preguntándose cómo diablos había tenido las agallas para decir eso.
—¿Cómo? ¿Quieres que mire las estrellas para ti? —preguntó el soldado, sin ocultar su asombro ante la anormalidad de la petición.
—¡Sí, quiero que mires y me digas si hay estrellas en el cielo! —había una sola oportunidad en un millón de que hubiera entendido correctamente lo que el rey Branford le quiso decir y otra más para que el soldado supiera de lo que estaba hablando. Bueno, como máximo, si estaba equivocado, volvería las espaldas y se iría con la conciencia limpia por haber intentado hacer su trabajo.
—¿Y por qué no miras y lo ves tú mismo? —la respuesta del soldado llenó de excitación el corazón de Snail.
—Porque yo no puedo mirar las estrellas. Ellas deben mirarme a mí.
—¡Por el amor del Creador, so idiota! ¿Por qué no me dijiste antes que eres un agente real infiltrado? —y el soldado se volvió hacia los otros dos que controlaban la apertura del gran portón—. Vamos rápido, abran las puertas. ¡Y tú, negro, no te quedes allí parado! ¡Vamos, corre! ¡Largo! Y ojalá que traigas buenas noticias, al menos una, en estos días de tinieblas.
Y así Snail Galford cabalgó por el camino hacia el Gran Palacio, sonriendo como el mayor de los héroes, imaginando que, desde lo alto de una montaña, estuviera donde estuviera, su padre lo estaría viendo entrar por el portón principal del Gran Palacio real. Y él en particular esperaba, de una manera profunda y sincera, que el viejo estuviera llorando de orgullo y felicidad por su único hijo.
Al menos una vez en la vida.