29
El profesor Sabino llegó a la plaza del centro comercial todavía aturdido. Saber que habían capturado a una bruja, cuya identidad intentaban descubrir, resultó una gran sorpresa, y la ejecución en la plaza pública, como en los viejos tiempos de la era negra, más todavía. Se había formado ya una muchedumbre y la unión de centenares de voces pronunciaba frases diferentes sobre el mismo asunto, lo que distraía un poco su concentración.
Observó con cuidado el escenario que se había erguido por la mañana justo al centro de la plaza: un poste de madera, con diversas ramas, troncos y otros pedazos de leña rodeaban la base, estratégicamente preparados para incendiar la mayor de las hogueras, cuando se necesitara, ante muchos observadores.
Pasaba ya del mediodía. Habían dejado atrás las puertas de la Jaula y madame Viotti ya iba en camino al centro comercial, donde sería ejecutada ante el clamor popular. Era llevada en una carreta, amarrada a un poste, con la intención de exponerla a la ira del pueblo. Sería insultada, recibiría escupitajos, le lanzarían frutas y huevos podridos, y acaso recibiría una risa burlona de los soldados, que veían en ella a una bruja inmunda y nada más.
Los bardos se repartían en las mejores posiciones posibles. Eso no era extraño, pues a final de cuentas por medio de ellos historias como aquella eran transmitidas a la posteridad. Observaban las reacciones del pueblo, y con mucho detalle y dramatismo exagerado las contarían por el precio de una bebida en una taberna cualquiera.
Los hermanos Hanson llegaron al lugar. Los padres, Ígor y Érika, lo harían en momentos distintos. Junto con los hermanos venían Ariane, Golbez y Anna. La señora estaba con los nervios a flor de piel, pues había dormido muy mal la noche anterior, preocupada por el destino de la sacerdotisa que tanto le había enseñado. Sólo despertó para empeorar aquel ataque de nervios a punto de entrar en acción.
Al mismo tiempo que los Hanson y los Narin llegó la bruja tan esperada por la población, cansada de ver tantas desgracias y sedienta de un culpable. O una culpable. Era posible determinar el momento de su llegada y el lugar donde se encontraba por los gritos y el movimiento de la gente que abarrotaba la plaza. Todo lo que dije sobre los escupitajos, los insultos y el lanzamiento de frutas y huevos podridos ya había ocurrido.
Desde lo alto, totalmente indefensa, madame Viotti vio a aquel pueblo lleno de miedo, odio y rabia, y sintió lástima. Percibió el temor de las personas, y así como había atendido a la petición de su Creadora para mostrar al más grande de todos los reyes que no todas las brujas eran malas, también aceptaba su destino. Aceptaba ser culpada y que su muerte se considerara una forma de esperanza de tiempos mejores para el pueblo, si en realidad su alma era llevada a Mantaquim, como le había sido prometido.
María se escurrió entre las personas para aproximarse a la hoguera, seguida de cerca por Ariane, aprovechando que su amiga abría el camino. María se detuvo cuando encontró a un grupo de compañeros de la Escuela Real, que comentaban sobre la fealdad de la bruja, aunque madame Viotti no se pareciera ni un poco a aquellas criaturas llenas de verrugas, encorvadas y con enormes narices de los cuentos de los bardos. En realidad, la mayoría de esos muchachos jamás había visto a una bruja tan de cerca.
—¡Eh, María, tú que ya viste a una bruja de cerca, cuéntanos! ¿Esa vieja en verdad parece una bruja? —preguntó Fourton, el idiota del grupo.
—¡Ella no es una bruja! —gritó Ariane, irritada.
—Ah, entonces ¿qué es?, ¿un proyecto de persona? ¿No estarás creyendo que…?
—¡No le hables así, idiota! —intervino María—. Si quieres pelea, busca a alguien de tu tamaño, ¿está bien?
—¡Ah, qué depre la tuya! ¿Ustedes no entienden? ¡Están por quemar a una bruja! ¡En verdad! ¡Así todo regresará a la normalidad! —dijo Kenny.
—¿Será? —preguntó Patty—. ¿Y el grupo que saqueó esta plaza? Ellos están con aquel pirata, ¿no?
—Una cosa a la vez, ¿no, Patty? —insistió Kenny—. ¡Hoy queman a la bruja y mañana ahorcan a los piratas! —cualquiera que la escuchara hablar habría creído que, como tantos otros, la adolescente consideraba todo aquello como un gran espectáculo.
—¡Yuju! ¡Muerte a esa vieja perra! —berreó Fourton, alzando los brazos y levantando los índices. El grito indicaba que madame Viotti se aproximaba a ellos y que estaba a punto de ser amarrada en el poste de la hoguera.
—¡Caza a las brujas! ¡Caza a las brujas! ¡Caza a las brujas…! —gritaba la multitud al unísono, que ya había perdido el control de sí misma. Los propios soldados se mostraban preocupados, sus temores se concentraban en un eventual linchamiento provocado por alguien que, de repente, encendiera la chispa e instigara a la población a matar a la vieja bruja por cuenta propia, sin dejarla llegar a la hoguera.
Para evitar una tragedia —porque tiempo atrás, durante la Cacería de Brujas, ya habían sucedido otras— los soldados formaron un cerco alrededor de la hoguera y de madame Viotti, lo que impidió a la turba acercarse demasiado, mas no que siguieran insultando a la señora y arrojándole las cosas más repugnantes.
Desde donde estaba, y mientras veía suceder todo aquello con la buena señora que la inició el día anterior durante el aquelarre, Ariane comenzó a llorar compulsivamente. El sentimiento de impotencia ante la situación la ponía cada vez más desesperada, y María no tardó en darse cuenta.
—Ariane, por el amor del Creador, ¿qué te pasa? ¿Por qué lloras así?
¿Qué podía decirle? Ariane simplemente no podía darle mayores detalles. Si lo hiciera, tal vez tendría que contarle sobre el aquelarre y su iniciación, y quién sabe sobre qué más. Había prometido bajo juramento que jamás lo haría; ¿pero era un juramento tan fuerte al punto de que debía-permitir la muerte de alguien? Al menos esa adolescente juzgó que no.
—Yo… la conozco, María. —Ariane hablaba entre sollozos—. Ella no es bruja… No es lo que ellos piensan… ¡Oh, semidioses, no…!
María Hanson abrazó a la niña como la hermana mayor que siempre había sido para Ariane Narin. No sabía qué decirle para suavizar aquella desesperación descontrolada de la adolescente, y decidió quedarse así, abrazándola nada más y rogando para que la crisis pasara.
Más gritos, esta vez de ovación. Habían llegado los verdugos, vestidos de negro, con máscaras que sólo permitían ver sus ojos, sus narices y sus bocas, con las antorchas aún apagadas en las manos y galones con material inflamable. Para los más jóvenes era la primera vez que estaban ante los ejecutores, conocidos sólo por lo que habían escuchado en los cuentos o en las clases de historia de la Escuela Real del Saber. Clases como la de Sabino. Mientras tanto, para los más veteranos como el profesor, aquello parecía un regreso al pasado, a la era negra, al auge de la Cacería de Brujas.
La visión de la llegada de los verdugos no ayudó ni un poco a Ariane. Por el contrario, empeoró la situación. Sus latidos estaban tan acelerados, que habrían sido la envidia de un colibrí al batir las alas. Mas el peor momento llegó cuando Ariane observó con mayor atención hacia dónde se dirigía la mirada de madame Viotti. La señora parecía tenerla fija en alguien en el centro de la multitud; y tomando aliento Ariane se recuperó de su crisis para ver a quién observaba, al grado de ignorar todo lo que le arrojaban.
No debió haberlo hecho. Las crisis de llanto compulsivo e incontrolable regresaron con su máxima intensidad. Nadie la entendería, y en caso de que intentara justificarse la encerrarían en un hospital, a despecho de encontrarse en una edad tan temprana como para ser atacada por la locura. Allí, entre la multitud, Ariane vio a la dama de rojo, a quien descubrió aprendía a detestar con mayor fuerza, con su típico vestido carmesí. La Banshee observaba lo que ocurría en medio de la multitud, sin que nadie notara su presencia.
Al final de cuentas nadie nota la presencia de la muerte.
Al menos hasta que sea la muerte quien note su presencia.