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Amaneció.

Era el día de agua, una jornada de intensa actividad comercial, en ese sentido tal vez la más intensa de las cinco. Cuando las ciudades se encuentran en estado de sitio, el comercio genera ganancias muy inferiores a los días normales, pero eso no significa que se trabaje menos que en las fechas cotidianas. Aquel que da sustento a una familia con su propio sudor conoce el valor y el esfuerzo exigidos en un día de trabajo.

Sin embargo, mientras aquellas personas armaban sus puestos o abrían sus negocios en el centro comercial de la ciudad, jamás habrían imaginado que despertaban a un día histórico, de esos que quedarían registrados en los libros y serían estudiados con detalle años después en la Escuela Real del Saber. En aquel momento nadie tenía una noción exacta de lo que en verdad sucedía. Ni podrían saberlo.

El hecho de que Corazón de Cocodrilo hubiera raptado de una sola vez a la princesa Blanca y a la reina Rosalía, antes de que estas partieran hacia el reino de Stallia, entre cualquiera de aquellas personas no pasaría de ser un rumor. Y nadie creería, aunque intentaras convencerlos, que su poderoso Rey dejaba de ser un hombre sano para caminar en los límites de la locura. En verdad me parece que se reirían bastante y te dirían que tú mismo enloqueciste. Y tal vez resultó mejor que comenzaran el día así, pues en esos casos la ignorancia era una bendición.

De haber sabido cuánta sangre se derramaría, no habrían salido de la cama y sólo habrían rezado con el mayor fervor para que su Creador permitiera que todo acabara lo más rápido posible y con el menor número de pérdidas. Para decirlo con la verdad más concreta, si supieran lo que tú ya sabes —al menos uno solo de todos esos problemas—, la noticia habría caído sobre aquel pueblo justo como una manzana envenenada sin sabor.

—¡Primo! ¡Primo…! ¡Déjame entrar! —intentó la reina por tercera vez.

Silencio. Había salido de su cuarto y tocado a la puerta aún cerrada de la biblioteca, en un esfuerzo por lograr que su marido saliera de aquel estado al borde de la locura y se convirtiera de nuevo en el monarca reverenciado por el pueblo, o volviera a ser aquel plebeyo de fuerte carácter de quien se había enamorado y que renegaba de la existencia de la fantasía.

De nada sirvió. Primo no escuchó sus súplicas ni sus lamentos. Tampoco le importaron sus sentimientos. Al menos en aquel momento. Y ella no lo culpó por eso; sólo lamentó todo lo que ocurría con su familia. Hacía tiempo, desde que Anisio partió para no volver, ella sentía que nada sería como antes. Cuando una parte se separa del todo, el todo es incapaz de luchar como tal. Y desde entonces la reina Terra se sintió fuera de aquel todo. Con pesar, decidió volver a ser una parte separada, pues sentía que algo muy malo estaba por ocurrir y que ella no podría impedirlo.

De ser así, que se tratara de una parte importante, pues el todo merecía existir.

Si hubiera sido capaz de ver a través de las paredes, la reina Terra habría mirado a su esposo, Primo Branford, sentado en la misma posición desde la madrugada anterior. Aún con la carta en la mano, aún con sentimientos de culpa, aún con dudas terribles asolándolo por completo. Aún al borde de la locura, en busca de una razón que lo mantuviera unido a la salud mental. Sin embargo, no lo había conseguido y su estado físico, que denotaba cansancio y fatiga, era la prueba perfecta de aquello. Había releído aquellas líneas del pergamino macabro más veces que el número de libros existente en aquella biblioteca, y lo hizo una vez más.

Al menos deseaba salvar una vida inocente. Es impresionante cómo eso parecía tan importante para él. Creo que puedo afirmar sin equivocarme que ese deseo lo mantenía vivo y que era una barrera contra la locura absoluta que intentaba invadirlo, como una lombriz que lucha por penetrar la tierra. Desde otro punto de vista, tal vez fuera la propia locura la que intentaba huir del interior de su ser, cual oruga saliendo del capullo.

Pero mi opinión no importa en este momento —ni en ningún otro—. El nuevo día sería demasiado importante para aquel rey, aquella reina y todo el reino, para que yo continúe perdiendo el tiempo con mis opiniones. ¿Cómo puedo parlotear cuando debería decirte que el rey no se vio solo en aquella inmensa sala de biblioteca? Y como no tengo intenciones de juzgar, te dejaré la decisión respecto de si tuvo o no una alucinación, y si esta fue la manifestación física de la locura que se cernía sobre el más grande de los monarcas.

Por segunda vez el rey había visto a una mujer vestida de rojo y que lloraba por él, sin alegría alguna. Entonces lo invadió una sensación de preocupación, como la de un aldeano que se encuentra ya a kilómetros de casa y recuerda que se olvidó de apagar la leña de la hoguera antes de salir. El vestido de la dama era rojo y su expresión, triste, tanto que no paraba de llorar y tenía los ojos hinchados. El rey Primo no tenía cómo saberlo, pero aquella mujer nunca había llorado ni se había sentido así en toda su existencia como en aquel momento. Y era fácil entenderla, al menos en ese sentido, porque ella podía reparar en el rostro de Primo Branford y visualizar su destino.

No todos los días lloraba con ella un rey.