19
–Tú eres uno de los Maestres Enanos, ¿no es verdad? —preguntó el príncipe primero Anisio Branford, el de la macabra piel reseca, plagada de escamas, agujeros, verrugas y carne muerta.
El enano hincó en el suelo su martillo de guerra y se apoyó en el mango. Antes de responder, observó al trol ceniciento, que estaba muy apartado de él, y aún así tuvo que combatir con fuerza el impulso para no volver al combate aunque le faltara al respeto a un futuro Rey.
—Sí, lo soy, si quieres saberlo —respondió el enano de larga barba, voz ronca y maneras truculentas—. Dice la leyenda, y quien la cuenta es el pueblo, que existe una montaña para cada enano. Para que uno nazca, otro debe morir, pues ese número siempre es perfecto. Si la leyenda es verdadera o no, eso no se sabe. Pero en esta región existen Siete Montañas. ¡Y son siete sus Maestres Enanos!
—Espera, ¿quieres decir que tú eres en verdad un… Maestre Enano? —se extrañó el príncipe Axel—. ¿Como lo cuentan los bardos que Anisio y yo escuchábamos desde pequeños en el Gran Palacio? ¿Los siete que protegen las siete virtudes y los siete pecados contrarios?
—¡Antes de que supieras qué significa «ser pequeño», mi raza ya andaba por estas tierras y defendía estas montañas! —el enano hablaba con el mal humor de quien sólo toleraba la situación porque sabía que se encontraba ante dos príncipes de su reino—. ¡Al menos antes de saber que ustedes hacen alianzas con troles cenicientos!
Muralla se aproximó para satisfacer sus instintos, y el Maestre Enano habría deseado que lo hiciera un poco más, pero Axel le impidió hacer cualquier cosa y le ordenó apartarse hasta quedar fuera de la vista. Mal sabía el príncipe que una raza era capaz de olfatear a la otra a kilómetros, y que se sentían inmensamente mal tan sólo de estar juntas en una misma área.
—¿Cómo debo llamarte, Maestre Enano? —preguntó Anisio.
—Tienes razón cuando te refieres a los pecados y las virtudes que guardamos. Yo soy el Maestre Enano Ira, y exijo que no te olvides de eso. También permito que me llamen por el apodo de Irritado, como me nombraron antiguos aliados humanos, aunque me parezca que existe en ese nombre un aire desdeñoso que no alcanzo a percibir del todo.
—¿Qué es eso? Nunca escuché un nombre más perfecto que el de Maestre Irritado para alguien tan positivo… —dijo Axel.
—¡Cállate, Axel! Esto es serio —sólo Anisio, y como máximo su padre, Primo Branford, habría osado hablar así al príncipe—. ¿Puedes decirme cómo llegaste hasta aquí, Maestre Ira?
—Por el olor. Oí decir que habías sido maldecido por Bruja, y si ella ya no está aquí es sólo porque yo y mis hermanos nos instalamos en este bosque.
—¿Qué olor percibiste? —preguntó Axel—. ¿El de Anisio en forma de sapo?
—¡No, el de tu maldito trol ceniciento, a quien de aquí a poco le quitaré la vida!
—¡Nadie le quitará la vida a nadie! —bramó Anisio—. Pero dime, Maestre Enano, ¿qué dices respecto de Bruja? ¿Acaso tú y tus hermanos se le enfrentaron?
—¡Uf! ¡Mucho más que eso, Rey-sapo! ¡Nosotros la matamos!
Axel miró a los ojos a su hermano, o a lo que quedaba de él, y sintió que aquello que quedaba de Anisio le devolvía la mirada. Ambos estaban sorprendidos. Mucho.
—¿Me estás diciendo que tú y… los otros Maestres Enanos… mataron a Bruja? —preguntó Axel.
—¡No sabía que los príncipes tenían problemas de sordera! ¿Cuántas veces quieres que lo repita? Sí, nosotros la matamos, por lo visto muy poco después de que ella pasó por este lugar y maldijo al príncipe. ¡Maldita Bruja de Aramis!
—Por favor, Maestre Enano, perdona mi insistencia, pero no entiendo. ¿Cómo Bruja…? ¿Y cómo fue que la mataron…? Y…
—Humanos… (o al menos lo más cercano a ellos…) —suspiró Maestre Irritado—. Escucha, los seres más viejos que el tiempo, como Bruja, consiguen de vez en cuando disminuir sus vibraciones etéreas hasta que ocupan de nueva cuenta los cuerpos de humanoides tontos, si es que sus mentes limitadas son capaces de entenderme. —Anisio permitía que Maestre Irritado les reclamara y los insultara como quisiera. Primero, porque atrapado en aquella forma humanoide y macabra no podía exigir mucho respeto, y segundo, porque siempre que él explicara lo que estaba allí para explicar, el resto se volvía irrelevante—. Sin embargo, aquella maldita equivocó feamente la elección del lugar para materializarse en esta tierra, pues vino a parar a las Siete Montañas y nosotros sentimos su presencia en nuestro hábitat. No sólo nos enfrentamos juntos contra ella, sino también contra algunas de sus extrañas compañías traídas desde Aramis, hasta que despedazamos su cráneo y la mandamos de vuelta a su siniestra morada. ¡No necesitan hacer esa cara de sorpresa, señores! Sólo entiendan que nada, nada es más poderoso que el ejército reunido de los Siete Maestres Enanos, créanlo…
—¿Entonces quieres decir que acabaron con la bruja de una vez por todas? —insistió Axel.
—Deberías seguir el consejo del príncipe-sapo y callarte mientras tengas la oportunidad —por lo visto, no eran sólo Anisio y Primo los que se atrevían a hablar de aquella forma con un príncipe, Axel se quedó tan impactado, que no supo responder—. Y es obvio que no acabamos con su existencia. ¡Sólo retrasamos su proceso de retorno! Cuando digo que destruimos a Bruja, me refiero a uno de sus avatares. Y un avatar sólo es un representante de quien lo envía, así como lo hace el Creador con las patéticas hadas…
—¡Oh, ahora entiendo! —dijo Anisio—. Entonces Bruja es capaz de enviar avatares. Pensé que sólo los semidioses eran capaces de hacer algo así.
—Al menos un príncipe razona más que el otro. Suerte que su raza será liderada por el sapo y no por el humano…
—Escucha, chaparrito…
—¡Axel, deja de actuar como un niño! —dijo el mayor.
—¡Mira, Anisio, si quieres ponerte del lado de este chaparrito imprudente y malcriado, me parece bien, pero insisto en que debemos volver a Andreanne lo más rápido posible! Arzallum se halla en estado de sitio, y sé que algo malo ocurrirá allá.
—¿Arzallum está en estado de sitio? —se espantó Anisio—. ¿Desde cuándo?
—Desde anteayer. Y la razón aún no está del todo clara. En serio, Anisio, debemos volver…
—Sea cual fuere el peligro que asuela a nuestro reino, creo que no seré de utilidad, al menos no bajo esta forma. —Anisio disminuyó el tono de su voz—. Además, nos tomará muchos días regresar.
—¡Uf! Tal vez no… —refunfuñó Maestre Irritado.
Ambos príncipes le prestaron la máxima atención.
—Si vienen conmigo (¡y si no quieren, púdranse!), los llevaré a la aldea más próxima, que hace años recibió como habitante a un viejo indio mohicano.
—¿Mohicano? ¡Pero estamos muy lejos de las tierras de los indios! —dijo Axel.
—¿Me lo juras? ¿Y tú solo te diste cuenta? —Axel pensó en cuánto daría por treinta segundos, sólo treinta segundos con aquel maldito enano irrespetuoso en un cuadrilátero de pugilismo, sin aquel martillo—. El hecho es que ese indio ha probado ser capaz de hechos extraordinarios, y tal vez, bueno, tal vez él pueda ayudarlos. Nada más no le pregunten de dónde vino, o creerán que se trata de un loco y no le darán crédito alguno. Bueno, tal vez esté loco, ¿quién puede saberlo?
—¿En serio? ¿Y qué responde cuando le preguntan sobre su lugar de origen? —preguntó Axel.
—«La primera a la derecha, siempre de frente, hasta el amanecer…».
—¡Oh, por el amor del Creador! No vamos a perder tiempo hablando con un loco así, ¿no es cierto, Anisio? ¿No…?
—Ahora partan y espérenme un momento, mientras aplasto la cara de ese trol que trajeron con ustedes —dijo Maestre Irritado, mientras levantaba y hacía girar su gigantesco martillo.
—Entiendo tu odio racial y los motivos por los cuales hace tiempo los enanos guerrearon contra los trols, Maestre Ira —dijo el príncipe Anisio—. Pero sé que la mayor guerra de tu raza no se libra contra los trols cenicientos, sino con los trols salvajes, y por eso te pido que reconsideres tu posición.
—No intentes convencerme de que existen trols de buena índole —dijo el Maestre Enano.
—¡Creer en lo opuesto sería como decir que todo enano es malhumorado! —dijo Axel, con lo que hizo rezongar al enano, como siempre.
—Hagamos lo siguiente —propuso Anisio—: considera esa tolerancia forzada como una petición real. Quedaré en deuda contigo y con los otros Maestres Enanos, y les deberé un favor por el resto de mi vida, que estarás en posición de cobrarme en caso de que un día lo necesites. ¿Qué piensas?
—¡Uf! Lo haré tomando en consideración que un día serás Rey, si es que vives lo suficiente para ello… Pero te digo: mantén a ese bicho apartado de mí. No sé si valga tanto el favor de un Rey.
Y el enano salió, irritado, como parecía ser su estado natural, mientras Axel sonreía ante su malhumor. Muralla recibió órdenes de mantenerse a la máxima distancia del enano mientras tiraba de Pacato. Anisio, con su aspecto siniestro, iría atrás del mamut, con un andar cojo nada definido, pues la mayoría de las veces se movía a saltitos, aunque estos recordaran su antigua forma bípeda. Se mantenía en cuclillas, levantándose a veces, sin decidirse a andar a pie; ya no sabía si se trataba de un ser humano o de un anfibio. Su piel se veía cada vez más reseca, y de no haber sido hidratada en poco tiempo, podría morir a causa de ello. Para darse una idea, aquel nuevo y extraño organismo había absorbido el agua de su propia orina, directo de la vejiga, para cubrir aquella necesidad. Aún respiraba por los pulmones, o eso parecía, pero era como si también comenzara a absorber oxígeno por los poros.
Sin embargo, lo que más le dolía eran los oídos. Al final de cuentas, los humanos tienen el tímpano dentro de las orejas mientras que los sapos lo tienen, por fuera. De vez en cuando Anisio sentía que sus tímpanos se desplazaban. Y eso dolía.
Odiaba que su hermano lo viera de ese modo, en tal condición, pues lo consideraba peor que encontrarse en ella. En este punto es fácil entenderlo: se encontraba muy lejos del Rey en el que, imaginaba, algún día se convertiría, aunque sin saberlo ese mismo sufrimiento lo estaba purificando para hacer de él un buen monarca.
Sólo esperaba estar equivocado respecto de aquella maldita sensación que le decía que ese día no tardaría en llegar.