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El rey Primo Branford entró en aquella sala de interrogatorio con la creencia de que resolvería un gran problema y que con ello garantizaría su sanidad. Que volvería a escalar los muros de vuelta hasta la cima del pozo en que había caído. Mal sabía él que entrar en aquella sala sería la peor decisión de su vida, y que su cordura estaba a punto de embarcarse en un navío hacia la inmensidad allende el mar.
Allí estaba ella, la bruja. Madame Viotti no era precisamente a quien él necesitaba encontrar, pero nadie lo convencería de eso. Había hallado a la culpable, y aquella señora que nunca le haría malla nadie pagaría por ser una maga blanca y estar en el lugar correcto a la hora equivocada. ¿Pero no resulta que lo correcto y lo equivocado tampoco son siervos de la creación?
—Tal vez, y yo en tu lugar me tomaría esto muy en serio. ¡Tal vez no mueras mañana si me lo cuentas todo! —dijo el rey, utilizando el tratamiento popular para no igualar a la bruja con una noble, sentado entre dos soldados—. Dime cuáles son tus planes, cuál es tu relación con Jamil, Corazón de Cocodrilo, y la ubicación del escondite donde la reina y la princesa de Stallia son mantenidas prisioneras. Hazlo y acaso escapes de la hoguera, bruja.
—Rey Branford —dijo madame Viotti, también entre dos soldados listos para degollarla al menor movimiento sospechoso—, entiendo sus motivos, y por más mal que haya causado, también entiendo que actúa por el deseo de hacer el bien. Sin embargo, no soy quien su majestad piensa que soy, y creo que usted lo sabe bien, sólo que prefiere ignorarlo, pues necesita ver arder a alguien mañana en la plaza pública…
—¿Cómo… cómo te atreves, bruja? ¿Quién te crees que eres para osar hablarle así al rey? ¿Cómo te atreves a… juzgarme? ¡Lo último que esperaba presenciar en la vida es a una sierva entregada al peor de los males diciéndome cómo debo procurar el bien para mi pueblo!
—¡No me llames sierva del mal, tú, el más grande de los reyes! ¡Nunca en mi vida usé la magia negra y preferiría morir antes que hacerlo!
—¿Entonces afirmas que no eres una bruja?
—Sí, claro que soy una bruja —la expresión de los soldados revelaba su sorpresa; debes comprenderlos, pues nadie espera que una persona se asuma como tal—. Sólo que no en el sentido que su majestad generaliza por ignorancia.
El Rey se levantó, nervioso. Parecía que golpearía a madame Viotti, y tal vez en verdad lo hiciera. Su locura se lo exigía. Pero su sanidad, al menos en aquel momento, impidió que atacara a esa señora, encerrada en una sala pequeña y rodeada por cuatro soldados bien armados y entrenados.
—Osas decir que el rey es un ignorante, so…
—Ha oído decir que todos los reyes son autoritarios y violentos como el emperador Ferrabrás, ¿verdad? —la pregunta no parecía tener sentido.
—Creo sinceramente que el fuego será poco para ti, mujer. ¿Además de pretender decirme cómo actuar y de acusarme de ignorante, ahora me quieres comparar con Ferrabrás, ese loco dictador?
—¿Cuál es la diferencia entre monarcas, rey Branford? —madame Viotti iniciaba un juego psicológico muy peligroso para ella—. Ahora mismo veo a una persona que le grita a una señora indefensa en una sala cerrada, a la misma a la que quemará por la mañana, justo como el criticado emperador haría con cualquiera que se mostrara en contra de su dictadura. En mi opinión, ambos pertenecen a la misma clase y actúan por los mismos motivos.
—Aquí entre nos, eres tú la que peca de ignorante, bruja. Compararme a Ferrabrás y todavía creer que actuamos por el mismo motivo es la cosa más estúpida que he oído.
—No lo dudo. Debe ser tan estúpido como es para mí escucharle decir que todas las brujas utilizan la magia negra…
Silencio en la sala. El ambiente se tornaba cada vez más sofocante.
Primo Branford se preguntó en silencio cómo permitía que aquella mujer lo desafiara de esa manera, sin magias ni brujerías. A él, el más grande de todos los reyes. El más sabio, el más bello, el más esto y el más aquello, y que al mismo tiempo se sentía paulatinamente más inútil, tonto y humano que nunca. Tal vez esos pensamientos internos que lo invadían eran manifestaciones del toque de su Creador. Primo estaba reaccionando con violencia, pues su ego había sido atacado, y nada es más grande que el ego de un rey. Todo estaba saliendo mal en ese momento, y esa sensación de que seguía el camino de la ignorancia, por más que se resistiera a admitirlo, lo afectaba. Tal vez por eso, sí, tal vez sólo por eso, había tenido aquel momento de humildad, que recordaba mucho más a aquel plebeyo nacido hijo de un molinero, el cual batalló mucho en la vida hasta convertirse en rey.
—Tienes razón, bruja —y Primo se sentó de nuevo, exhausto—. Estoy demasiado cansado para otra cacería. Vamos, cuéntame. Pruébame que los bardos y el rey están equivocados. Convénceme de que no todas ustedes son malas.