15
Axel Branford no entendía lo que estaba ocurriendo. No aquella noche, cuando menos. Tuhanny, la señora de los cielos, lo había llevado algunos metros adelante, ante una de las primeras aldeas construidas en las laderas de las Siete Montañas, y él no lograba entender el motivo. En realidad, no entendía el motivo de haber parado justo allí, en lo que parecía un campamento abandonado, con provisiones estropeadas por el tiempo y algunos equipos desgastados y en pésimo estado.
Muralla tenía una antorcha y Axel encendió otra para descubrir mejor por qué el águila-dragón parecía insistir en que habían llegado a su destino. Había un silencio que gritaba —por paradójico que esto parezca—, de esos que sólo las montañas poseen, y la noche era cada vez más fría, lo que molestaba mucho más al humano que al trol ceniciento.
Entonces se escuchó un grito.
Un rugido.
Nada parecido al ¡kiai! de un águila-dragón.
Era más un grito de guerra, proveniente de un lugar muy lejano de aquel en el que estaban, y reverberaba en las paredes de tierra de las montañas.
Pasado el susto, Axel continuó, despacio, observando el lugar, a medida que la luminosidad lo permitía, pues los ojos humanos no se adaptan como los del águila-dragón. Los trols poseían visión infrarroja y un fino sentido de la orientación que los guiaba mucho mejor que sus propios ojos en situaciones como aquella y en muchas otras también. Por un momento Axel se sintió ridículo con sus limitaciones humanas y se preguntó por qué los hombres suelen liderar los reinos si siempre parecen tan pequeños ante especies más fantásticas.
Una hoja estalló. Varias de ellas. La tierra parecía suelta, aunque fría, y el príncipe casi dejó caer la antorcha cuando tropezó con lo que reconoció como el esqueleto de un soldado de Andreanne. Vestía una armadura con el símbolo de los soldados del Gran Palacio, y como no podía imaginar a su padre obsequiando a un esqueleto con tamaña preciosidad, tenía la certeza de allí había existido un hombre vivo antes de transformarse en un montón de huesos. Aquello era relevante porque ya había oído sobre esqueletos que se levantan por órdenes de los brujos. Axel intentó olvidarse de ello para no sudar aún más. Pero no lo consiguió.
Otro grito.
El príncipe rememoró aquellas historias de los brujos. La antorcha le temblaba entre las manos y se preguntó de quién había sido la estúpida idea de ir allí sin una tropa de soldados para apoyarlo. Bueno, la idea había sido toda suya.
Entretanto, Muralla usaba sus instintos animales con interés y frenesí. Husmeaba los objetos en el suelo, incluso olisqueaba el esqueleto del soldado muerto, y de esta forma halló que había más de uno. Cuando escuchó el tercer grito el trol gruñó, pues con el eco parecía venir de todas partes. La antorcha del príncipe tembló aún más. No era un cobarde. Nada de eso. Era tan sólo humano. E incluso los hombres más heroicos experimentan miedo, con la excepción de que estos saben que esa emoción nunca debe ser un impedimento para actuar. Lo que más lo asustaba en aquella hora era justo aquel rabioso comportamiento de su guardaespaldas. Y todo porque él sabía cómo se ponía un trol cuando lo dominaba un estado de furia, conocido como berserker. Un estado rabioso en el que una persona o un trol deja de pensar para sólo atacar y atacar y atacar de manera incontrolable e irracional. La única forma de parar a alguien en ese estado es noquéandolo o… Bueno, Axel prefería pensar sólo en esa posibilidad.
El príncipe ya había enfrentado a practicantes de pugilismo que usaban tal artificio en el cuadrilátero. Bastaba con uno o dos puñetazos bien aplicados para que el ciudadano comenzara a bufar y a echar espuma, tras lo cual atacaba como un animal en peligro y la lucha se transformaba en un combate peligroso y mortal. Lo había visto dos o tres veces, y en todas había enviado a su adversario a la lona con la mayor rapidez posible, antes de que él mismo sufriera las consecuencias. Sin embargo, recordaba muy bien los ojos y el cambio propiciado por aquel estado berserker, y eso era lo último que necesitaba ver en aquel momento. Menos aún en un trol ceniciento.
Un grito más.
Pasos pesados y explosivos en el suelo. Movimiento de hojas. Y de árboles. Aproximación del sonido. Era como si una pilastra se levantara y fuera puesta bajo la acción de la gravedad, cada vez más cercana. Sí, era la peor sensación del mundo encontrarse en aquel lugar oscuro, con un trol ceniciento mostrando los caninos y los esqueletos de soldados de su propia ciudad alrededor, rodeados de pasos tan pesados como los de un grupo de gigantes aproximándose.
El príncipe fue retrocediendo, con los ojos muy abiertos, el corazón en la boca y la piel extremadamente pálida, ¡hasta que tocó con la espalda unos barrotes de hierro y soltó un grito de espanto!
En el momento en que Muralla se volvió hacia el príncipe, aquel sonido de pilastras levantadas y abandonadas a la acción de la gravedad cayó tres metros adelante del trol. Y no sólo el sonido, sino también uno de aquellos gritos de guerra, de esos que, de tan cercanos, se escurrían por los tímpanos y retumbaban en las paredes internas del cráneo, más en los del humano que en los del trol ceniciento.
Hubo un nuevo estruendo de caída violenta frente a ellos.
Mas no era un hombre ni era un monstruo.
Se trataba de un enano. Y mucho cuidado si consideras que eso no entrañaba peligro alguno ni que no empeoraría aún más tan delicada situación, pues todo el mundo sabe que los enanos viven en guerra con los trols. Incluso una colina fue nombrada como Los Vientos de Fuego justo por haber sido escenario de una guerra de proporciones gigantescas entre seres de alturas tan distintas, pero con una sed y un poder de destrucción en el combate tan intensos como comparables.
Axel calculó que el salto de aquel enano debía haber sido, como mínimo, desde cinco o seis metros de altura para caer con aquella fuerza en el suelo. Y no venía desarmado —no seas tan inocente como para pensarlo—. En una sola mano —y este detalle resulta por sí mismo notable— cargaba un martillo imposible de compararse con los más enormes mazos de guerra de Arzallum: era un arma gigantesca; y probablemente el propio Axel habría necesitado ayuda para levantarla; Parecía hecho de piedra y forjado de manera rústica, pero nadie habría conseguido notar semejante tamaño en aquella oscuridad y en una situación tan inusitada como aquella. Al menos no un humano.
Fue el trol el que actuó por mero instinto animal.
De igual manera que lo hizo aquel Maestre Enano.
¿Recuerdas aquella orquesta invisible que he utilizado como comparación, la cual parece tocar su música inaudita en momentos decisivos? Pues si pudiera hacerlo ahora, en este preciso instante, lo haría con el sonido más estruendoso y cargado que pudiera. Apenas los instrumentos que retumbaran con acordes rápidos y pesados expresarían el sentimiento de aquellas máquinas de guerra en un combate tan directo, intenso y violento.
El martillo cortó el aire con violencia en un sentido horizontal y chocó contra el puño gigantesco del trol de dos metros y medio de altura y doscientos kilos de peso.
¡El impacto se escuchó como el sonido de un trueno!
Sin embargo, no fue suficiente para romper los dedos del trol; en realidad, me parece que es imposible quebrar los dedos de un trol, pues se encuentran revestidos con alguna protección natural que hace de ellos sus armas más poderosas.
¡Otro choque!
El trueno parecía ser todavía más rabioso.
En los cielos, Tuhanny emitió su ¡kiai! para saludar a aquellos dos guerreros en disputa por la victoria, desde el punto de vista de sus especies, entre el bien y el mal. Paralizado ante el espectáculo, Axel no se atrevía a aproximarse. Sabía que si por azares del destino un golpe de aquellos acertaba en él, bastaría para separarle la cabeza del cuerpo.
El puño descendió al suelo en un golpe vertical. Cualquier cosa que hubiera estado allí en aquel momento habría estallado en pedazos cuando el enano saltó hacia atrás e hizo zumbar de nuevo el inmenso martillo. Axel alcanzó a percibir el golpe —le pareció que lo veía en cámara lenta—, que se incrustaba cada vez con mayor fuerza en el rostro del trol, cuyas mejillas se juntaban con la nariz de puerco y presionaban los dientes protuberantes de jabalí, como si todo se fusionara en una sola masa de carne. Aquel ser de dos metros y medio giró en el aire unas tres o cuatro veces antes de tocar el suelo. El sonido de ese impacto, que habría causado envidia a un cañón que rugiera tras disparar pólvora negra, anunciaba que un maxilar, o sea cual sea el nombre que tenga el hueso de la mandíbula de un trol ceniciento, se había partido con violencia.
Y sorpréndete, pero el trol se levantó una vez más para atacar, como si nada hubiera ocurrido. Tan inmensos eran su odio y su alteración emocional.
Era una visión tan increíble la de aquellos dos trabados en combate, que se comparaba con las batallas entre dioses narradas por algunos bardos, es decir, sobre aquellos seres que se encuentran por encima de los propios semidioses. La velocidad con que ambos se movían, atacaban y defendían era sobrenatural. Asimismo la rabia. Aquel gigantesco y pesado martillo de guerra subió y descendió tantas veces como aquellos puños, que más parecían hechos de la misma piedra que el martillo.
Y en un momento dado, el enano guerrero emitió uno de sus gritos más estridentes e invirtió casi toda su fuerza en un golpe lateral, mientras que el trol no lo hacía muy distinto, atacando en la dirección opuesta, con las manos unidas y los dedos entrelazados. El impacto de la colisión resultó tan fuerte, pero tan fuerte, que Axel sintió temblar el suelo, y eso no es una exageración. Para darte una idea, se rompieron los soportes de la jaula con la que había chocado momentos atrás, ¡y sólo entonces se dio cuenta de que esta se había levantado del suelo, arrancada del piso, con las trancas rotas!
El enano y el trol cayeron cada uno para un lado, exhaustos, en absoluto dispuestos a rendirse. De nuevo se miraron y el odio relumbró en la mirada de cada uno con la fuerza suficiente para exhalarlo en cada respiración. Ambos respetaban el momento del otro para recuperar las fuerzas, pero sólo porque las dos partes en verdad lo necesitaban.
Y Axel aprovechó ese instante de parálisis momentánea para mirar al enrejado tras de sí. Si no había notado antes que se hallaba suspendido en el aire, imaginó que alguien estaría preso en su interior.
—Hola, hermano —aquella pregunta le chocó—. Porfiado como eres, sabía que vendrías con tu maldita cabeza dura. Por eso imploré con vehemencia a los semidioses que eso no ocurriera…
Tuhanny había tenido razón.
Axel no sabía qué decir ni qué hacer. En definitiva, no se podía engañar a un animal con la facultad de reconocimiento mediante su visión infrarroja. Si el águila-dragón era capaz de grabar el conocimiento corporal de una persona, la encontraría ya fuera en la claridad del día o en la oscuridad de la noche, estuviera vestida o no como noble, ya fuera un príncipe o un futuro rey, disfrazada con la apariencia de un ser humano… o maldecida bajo la rugosa piel de un sapo.