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En un tiempo récord, pues nada gusta más y proporciona más placer a un soldado que cumplir con éxito una orden real, madame Viotti fue llevada, amarrada como un animal, al centro comercial de Andreanne, donde aún estaba el Rey. No se veía preocupada por su probable destino, sino que parecía sentir pena por aquellos hombres, que a su vez sentían lástima por ella en aquel momento crucial.

Primo Branford, que estaba a punto de enloquecer entre tantos problemas, agradeció al Creador porque al menos uno de ellos estaba solucionado, a su manera de ver. Había encontrado a la maldita bruja y sabía lo que debía hacer para poner fin a la amenaza. Lo mismo que había hecho mucho tiempo atrás, cuando las hadas caídas estaban a punto de tomar para sí el control del reino.

El fuego.

El elemento del dolor y de la purificación, que tantas vidas extinguió, de nuevo haría su papel.

—Preparen la hoguera —ordenó el Rey a los soldados—. Mañana, ante el pueblo, ella mostrará lo que le ocurre a aquel que desafía a la corona y juega con las artes de las tinieblas. Esos piratas se echarán para atrás y lo pensarán dos veces antes de mantener cautivas a la princesa y a la reina como rehenes cuando sean encontrados por nuestros soldados, y eso sólo es cuestión de tiempo…

Entonces, madame Viotti aceptó la muerte. No dijo palabra alguna en ningún momento. Y te lo confirmo: no lo hizo porque estaba mucho más preocupada por escuchar, mas no al Rey ni a cualquier otro hombre o mujer de Nueva Éter, sino a la voz que le decía aquello que debía escuchar. Y lo que debía decir. Y lo que debía simbolizar. Mantaquim, el reino de las hadas, la estaría esperando si ella hacía lo que le era dicho. Y si su Madre, la Creadora del universo, le garantizaba tan notable honor, eso era motivo suficiente para cumplir con la tarea.

Eso era fe.

Y ese siempre será el mayor poder que mueva a las verdaderas magas blancas.

Estar listas para bendecir a las iniciadas.

Estar listas para arder hasta la muerte.