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Habían descendido de la escarpada falla geográfica y caminaban en dirección a la primera aldea. No estaban seguros si la persona que buscaban en realidad había llegado allí, y menos si continuaba viva. Era una locura buscar al hermano desaparecido, pues eso podría llevar años sin solución; pero había sido en especial por eso que ella los acompañó.

Tuhanny surgió en el inmenso cielo nublado, debajo de las montañas de los gigantes, y su felicidad era tan inmensa que se mostraba a cualquiera que mirara los cielos en ese momento. No había cómo volar dentro del campo de transferencia molecular del unicornio negro, pues se hallaba demasiado alto y había huido del campo durante la primera teletransportación y, en consecuencia, también en las demás.

Sin embargo, había una ventaja en el hecho de no tener ya necesidad de volar a la misma velocidad de un corcel o de un mamut de guerra: ahora podía hacerlo a su máxima velocidad, en dirección a las Siete Montañas, y por eso había llegado allí no mucho tiempo después que el príncipe y su protector hubieron arribado.

Y bueno, ¿pero a fin de cuentas por qué su presencia era crucial? Respuesta correcta: las águilas-dragones se encuentran dotadas de la visión más perfecta y aguda que un animal pueda poseer en las tierras de Nueva Éter, independientemente de las condiciones de luminosidad local. Con el mínimo de luz, son capaces de distinguir el ambiente a la perfección, equipadas con visión infrarroja y memoria fotográfica para detectar a una persona conocida aun si esta se halla bajo el mejor de los disfraces.

Así que Tuhanny descendió y clavó las garras en Axel con la suficiente ligereza para no lastimarlo. El príncipe buscó alimento entre las pertenencias transportadas por Pacato y le dio de comer. Entonces acarició al animal por debajo del cuello y miró con firmeza el fondo de aquellos magníficos ojos salvajes.

—¡Te necesito, querida! ¡Eres la única que puede hallarlo! —y Axel señaló hacia las aldeas—. ¿Harías eso por mí?

Un chillido. El salto del águila-dragón hacia el cielo y su bello espectáculo. El giro y aquel ¡kiai! que sólo ella era capaz de emitir. Axel siempre se erizaba cuando lo escuchaba y miraba a la criatura con el orgullo de un padre que ve a un hijo conquistando su primer knock-out en la arena de pugilismo.

—Felicidades, Muralla —dijo el príncipe mientras subía al lomo de Pacato, guiado a su vez por el trol.

—Perdón, alteza… —el trol ceniciento no había comprendido.

—Por lo visto aprendiste a rezar. ¡Nuestro milagro sucedió!