8
La Sala Redonda del Gran Palacio, a puerta cerrada, ante la mesa octagonal.
Debes saber que siempre que se daba aquella situación y la sala se clausuraba para una reunión del Rey con los siete consejeros de Andreanne, era garantía de que las cosas estaban fuera de cauce en Arzallum.
—Su majestad… —hablaba el consejero más valiente, el único que había osado romper un silencio de casi cinco minutos impuesto por el monarca, que divagaba con la mirada perdida.
—Vuelvo a preguntar —dijo el Rey en tono bajo, ignorando al consejero, como si él hubiese sido el primero en romper el silencio—. ¿Quiénes fueron los responsables del ataque al centro de Andreanne? —Primo no dirigió la pregunta a nadie en particular.
—Las Sombras, su majestad. De acuerdo con los relatos de los supervivientes, esa facción fue la responsable, pero contó con la ayuda de un segundo grupo más grande.
La respuesta la proporcionó el mismo consejero que ya había tenido el valor de romper el silencio del monarca. Se trataba del consejero Azul, pues cada uno de los siete era llamado por un color. Era una manera de ignorar la sangre noble o incluso los atributos personales de cada uno para concentrarse en el servicio a la patria.
—Sólo existen dos formas de evitar otro espectáculo de horrores y responder a la altura de semejantes animales salvajes: el sitio o la guerrilla urbana —nunca, en la historia de estos consejeros, que desde la Cacería de Brujas se habían acostumbrado tan sólo a votar sobre asuntos sencillos, como la reconstrucción de la Majestad, habían visto a Primo tan frío y seco como hoy—. ¿Verde?
—Guerrilla —el consejero de este color siempre depositaba su esperanza en tiempos mejores.
—¿Rojo? —Primo se volvió hacia el asiento de la mesa octagonal rematado con un rubí.
—Guerrilla —no lo había pensado mucho; impulsivo como era, aunque Primo no lo hiciera él habría propuesto esa solución.
—¿Naranja? —una perla se ubicaba frente al asiento ocupado por ese consejero.
—Sitio —tenía sus motivos para votar así, pero sólo los diría si el rey se lo ordenaba, pues la cordialidad era su mayor característica.
—¿Amarillo?
—Abstención —tal posibilidad estaba permitida: un consejero podía abstenerse una sola vez en la primera ronda, y estaba en el rey aceptarla o no. Amarillo era conocido por ser el de mayor intelecto, y esto justificaba el tiempo extra que se tomaba para ponderar cada cuestión. Por eso algunas veces su voto valía, simbólicamente, por dos.
—Aceptada. ¿Púrpura? —continuó el rey, con aire socarrón.
—Sitio —este consejero siempre era el más preocupado por las consecuencias para el pueblo generadas por las decisiones en aquella sala.
—¿Negro?
—Abstención —acostumbrado a calcular las peores consecuencias de cualquier acto y ante la mínima posibilidad de muerte de inocentes, este consejero siempre elegía al principio esa opción.
—Aceptada. Azul… —observa cómo esta vez no era una pregunta, sino una conminación.
—Abstención. —Azul había meditado mucho su voto, pero aún no estaba seguro si alguna de las dos soluciones propuestas por Primo sería en verdad la mejor. Era, con mucho, el consejero de mayor intuición, virtud que había comprobado en muchas ocasiones. Justo por eso era el último en votar, para que no influyera en los demás.
—Denegada. —Azul se mordió el labio, como si supiera ya que eso ocurriría; como he dicho, su voto era muy esperado, sobre todo porque la votación se hallaba empatada, aun cuando Primo, representado por el color blanco, no había dado su ultimátum.
—Sitio, con voto justificado —otra regla de la Sala Redonda: el consejero podía, al votar, pedir un voto justificado, tras lo que el rey debía decidir si aceptaba o no escuchar sus argumentos.
—Acepto —dijo el monarca, y todos concentraron su atención en el consejero Azul.
—Su majestad, sólo considero que el estado de sitio es la mejor elección en este difícil momento porque la guerrilla urbana resultaría una peor opción. Lo digo porque mi intuición me dice que, si ahora mismo comenzamos una guerra civil, perderemos el control de la población y le diremos adiós a cualquier gobierno saludable en este reino…
Los consejeros se miraron entre sí. Aquellos que habían votado por el sitio parecieron mostrarse de acuerdo, aunque sus justificaciones fueran diferentes, mientras que los que votaron por la guerrilla urbana no parecían convencidos de cambiar de idea.
—Lo que ocurrió hoy enervó a la población, y siento que se encuentra en tal estado de choque, que una guerrilla generaría otras revueltas y permitiría el surgimiento de diversos candidatos a héroe en este reino —concluyó el consejero Azul.
—¿Y por qué el recelo ante el surgimiento de héroes? —preguntó el rey.
—Porque los héroes sólo surgen, majestad, cuando existen los villanos —el consejero hablaba de manera lenta y pausada, escogiendo las palabras, como si al mismo tiempo jugara con un dominó de vidrio—. Hasta ahora todavía no tenemos un gran villano. Son sólo piratas, mercenarios y asesinos, pero nada más.
—¿Tu temor se funda entonces en que una guerrilla urbana mudaría la situación?
—Exactamente, su majestad, ese es mi mayor temor… aunado a que la guerrilla urbana produzca el nacimiento del villano requerido por aquellos héroes.
Primo se volvió hacia otro lado; eso quería decir que estaba satisfecho con los argumentos del consejero Azul. A su vez, este suspiró, pues se ponía nervioso cuando le pedían una justificación. No era fácil hacerlo ante un rey irritado, pues no se debe menospreciar la opinión real ni hacerla parecer pequeña o ridícula. Hay que mostrar autoridad, sabiduría y, al mismo tiempo, humildad. En definitiva, no era una tarea fácil.
Se hizo el silencio de nuevo; era hora del voto y de la decisión final del rey, que descansaba la mandíbula entre los dedos entrelazados de ambas manos.
Y su ultimátum fue pronunciado:
—De acuerdo con este consejo, y con la autoridad atribuida a mi persona, yo, Primo Branford, Rey de Arzallum, ¡decido que se establezca el estado de sitio en todas las tierras del reino! —y golpeó la mesa firmemente con su puño real, lo cual significaba que no habría marcha atrás res pecto de la decisión tomada.
Siete puños más golpearon aquella mesa, para simbolizar que sus infinitas sabidurías bendecían aquella resolución.