7
Una línea roja desgarró el horizonte y los pocos que la advirtieron se maravillaron por algunos instantes y detuvieron lo que hacían, pues a saber cuándo en sus humildes vidas volverían a divisar a un águila-dragón sobrevolar los cielos que estaban acostumbrados a ver todos los días. Tu hanny cabalgaba por las nubes y mantenía la mirada fija, como suelen hacer las águilas de manera soberbia, mientras guiaba a un corcel y a un mamut de guerra adolescente, atentos a su vuelo para mantener la trayectoria. No me preguntes cómo ni por qué su cerebro resultaba tan distinto al de las águilas comunes, pues ella sabía adónde se dirigía el príncipe, con el que tenía un vínculo más cercano al de un hermano gemelo que al de un dueño y su mascota. Tuhanny conduciría a Axel y a Muralla con tal certidumbre, que mientras fuera su guía no habría modo de extraviar la ruta.
El corcel y el mamut de guerra causaban sorpresa entre los aldeanos, que veían a aquella extraña pareja circular de prisa, levantando el polvo, en pos de aquel trazo escarlata en el aire. La velocidad que imponían a los trotes y galopes también era impresionante si se considera el peso que llevaban. Mientras que Boris, el corcel del príncipe, alcanzaba una aceleración cercana a los ocho kilómetros por hora, la del mamut de Muralla, con sus largas patas que hacían retumbar el suelo, variaba entre seis y siete kilómetros, lo cual no era una diferencia tan grande, pues bastaba que el corcel disminuyera un poco el ritmo para que el mastodonte le siguiera el paso.
Y aunque ambos se perdieran por completo, les bastaría con mirar a las alturas y seguir aquel sendero rojo fuego que como un fósforo rayaba el cielo. Por más rápidos que fueran los pensamientos de Axel, estos se iban quedando un poco atrás. Se preguntaba cómo estarían su padre, su madre, el pueblo, su morada y aquella joven que no era nada suyo, pero que poblaba sus pensamientos. Cuando recordó la figura de María Hanson, su cuerpo siguió al galope en aquel bravo corcel, pero su mente regresó hasta el momento inolvidable en lo alto de una catedral.
—… y al pobre niño desde entonces se le conoció como Mariquita Cute-Cute, ¿lo puedes imaginar? —había dicho María, provocando que el príncipe rodara de la risa y casi cayera desde aquella altura.
—¡Qué inteligente es tu hermano, María! Y por lo visto también posee un fuerte sentido de la justicia.
—No sólo eso. ¡El hecho es que está enamorado de Ariane desde que la conoció! —Ariane sonrió—. Una vez hasta encontré un poema escrito por él, escondido bajo siete llaves.
—Hum… ¿y qué pasó?
—¡El pobrecito arrancó la hoja! Me sentí culpable. ¡Ay, Axel, era un poema tan bonito!
—Imagino que sí —aquellos modos de niña oculta bajo la actitud de una adolescente responsable le resultaban dignos de admirar—. Pero, María, ¿qué es eso? —Axel, que le acariciaba el brazo, había sentido las cicatrices por las quemaduras.
—¡Ah, no es nada…! Sólo un recuerdo de algo que quisiera olvidar. Pero si me preguntas…
—No, no lo haré. Para olvidar algo, debemos evitar pensar en ello —el príncipe miró el cielo estrellado—. Hablemos de otra cosa. ¿Ves aquella estrella? —ella lo hizo—. Es Blake. Se trata de uno de los astros más brillantes y románticos que el firmamento tuvo el honor de conocer…
Poco a poco esas memorias se fueron fragmentando y dieron paso a la sensación de galopar, hasta que la carrera del corcel difuminó el recuerdo de aquel flirteo en la catedral. Resultaba incierta la posibilidad de que Axel viera de nuevo a María, o incluso a cualquier persona de su ciudad. El único hecho era que las Siete Montañas quedaban en la frontera entre Arzallum y el reino de Cáliz, gobernado por su tío, el rey Segundo Branford. Les faltaba alcanzar otras tres o cuatro ciudades para llegar, y de acuerdo con sus previsiones les tomaría al menos tres días más para lograrlo si es que la necesidad de un descanso no se interponía en su camino. Desde luego, era demasiado ingenuo por parte del príncipe creer que completaría el trayecto en tres días, pero nadie, más que otro rey, tiene la autoridad para cuestionar las decisiones de un miembro de la realeza.
Axel miró hacia el cielo brillante. Lo creyó una locura, pero le parecía que tras ese cielo azul y resplandeciente alcanzaba a ver la luz de una estrella distante a muchos años luz. No importaba qué dijeran los sabios: la estrella de Blake, el astro del amor, velaba por él en aquella cabalgata, y él tenía la certeza absoluta de que así era. Por eso le pidió en sus pensamientos, de la forma más humilde en que un príncipe podía hacerlo, que también velara por María Hanson. Sabía que las estrellas tienen dueño y que, con el perdón de los antiguos propietarios de Blake, aquel astro, desde la noche anterior, le pertenecía a dos jóvenes de destinos tan inciertos como la posibilidad de distinguir el brillo de un astro lejano tras el cielo azul.
En ese momento, ante sus semidioses, Axel tomó posesión de la estrella.
¿Y quién que haya amado alguna vez en la vida lo podría culpar por eso?