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«João, la nariz no para de sangrarte».

Las palabras de Ariane eran ciertas. La pequeña toalla casi no tenía más espacios limpios para ayudar a detener la hemorragia, aunque, la verdad sea dicha, comenzaba a disminuir. No obstante, conforme esta cedía, la duda y el temor aumentaban. Los padres conversaban entre sí y los niños andaban por allí con cierta libertad.

Y era esa «cierta libertad» la que los había llevado a entrar en los lugares que muchas veces habían visto y a los que nunca imaginaron que tendrían acceso sin autorización. Eran las casas destrozadas y saqueadas de los pobres comerciantes que vivían allí mismo, en el centro comercial de Andreanne. La más cercana a ellos, adonde ingresaron para comprobar los estragos, pertenecía a la familia Basbaum y tenía muebles dignos de una familia noble, aunque el estatus lo determinara la «sangre azul», como si la sangre no fuera siempre roja.

El señor Basbaum yacía en los alrededores y no había señales de la mujer ni de la hija. João y Ariane pidieron a las hadas que al menos ellas estuvieran bien. No había nada de valor. Nada. Todo había sido robado por seres tan inescrupulosos como homicidas. Incluso dejaron algunas marcas en las paredes que llamaron la atención de la pareja.

—¡Mira eso, João! ¡Qué dibujos tan extraños!

João se detuvo frente al garabato señalado y, en silencio, se puso una mano en la quijada, como hacía cuando enfocaba su raciocinio en una situación. El dibujo parecía un sinsentido: tenía el formato de una frase escrita con mala caligrafía, pero el orden de las letras no era lógico. Algo similar a «LV OP GN Y G», con una nota musical al final. Al menos eso le pareció a João, con lo que sus dudas empeoraron.

—Parecen siglas…

—¿Estás seguro de que esa es una P, João?

—No estoy seguro de nada, Ariane. ¡Lo que sí sé es que este lugar me está dando escalofríos!

Aquella sensación no era más que una secuela del fatídico incidente experimentado a los siete años: el encierro en una jaula oscura, alimentado para servir de comida a una bruja caníbal, dejó en João Hanson una legítima aversión a los lugares en tinieblas y cerrados cuyos síntomas coinciden con los de la claustrofobia.

—¡Eh! No te quites la toalla de la nariz. ¡Todavía estás sangrando! ¡Mira, ya te manchaste la camisa!

Era verdad. Mientras João intentaba descifrar lo que estaba escrito en la pared, se olvidó por un instante de la hemorragia, que de nuevo comenzaba a fluir con intensidad.

—¡Qué lata con esto! ¿Cuándo parará?

La respuesta era tan compleja como el significado de aquellos dibujos.

—¡Olvídalo, pronto mejorarás! Ven, veamos si afuera las personas saben algo más que nosotros.

João y Ariane salieron de la casa del comerciante muerto. No vieron a sus padres y tuvieron la impresión de que esto no sucedería pronto, pues cada vez crecía el número de personas que llegaba al centro en busca de una explicación, que no recibirían, para una situación imposible de ser comprendida en aquel momento. Pasó poco tiempo hasta que los niños y todos en la plaza vieron llegar a un emisario real. Creían que traería explicaciones sobre el fatídico acontecimiento, o cuando menos información sobre el castigo que recibirían los asesinos, pero en realidad estaba allí por otro motivo:

—El rey Primo Branford lamenta y llora profundamente a los inocentes que murieron en estos actos que marcaron tan terrible día. Sin embargo, para ayudar a salvar a quienes resultaron heridos en tal embate y no fueron llevados al reino de las hadas, Su Majestad convoca en este momento, con carácter obligatorio, a todos aquellos ciudadanos de Andreanne con conocimientos médicos para que presten su ayuda a los necesitados —y cerró el pergamino.

Nada más fue dicho, ni se diría después. Los murmullos se esparcieron entre la población, y poco a poco los poseedores de alguno de esos saberes se fueron revelando entre la multitud para ir a cumplir con sus obligaciones. No pasó mucho tiempo antes de que los heridos recibieran tratamiento en las heridas corporales, y sólo en las corporales, pues el aspecto emocional había quedado quebrantado para mucho tiempo, y eso ningún médico lo podría cambiar.

Por fin Ariane y João avistaron a sus padres, aun entre tantas personas. Se dirigieron hacia ellos, hasta que Ariane se detuvo de repente con una sacudida. Parecía paralizada. Y en verdad lo estaba. Todo a causa de una visión. Y por la certeza de que no era la primera vez que la veía.

Destacada entre la multitud estaba aquella mujer de vestido carmesí, que al igual que a los contadores de historias le daba por ignorar las leyes físicas del espacio y tiempo en Nueva Éter, pues al parecer era capaz de estar en dos lugares al mismo tiempo.

Y si en el caso del rey el asombro se debió a que el monarca la podía ver, con Ariane la diferencia radicaba en que la mujer de rojo sabía que Ariane tenía la facultad de verla.