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Una antorcha se aproximó al ojo de un ciudadano muerto en el centro comercial de Andreanne. Quien hacía esto era un hombre mejor conocido por muchas personas de aquella ciudad por sus excentricidades al enseñar que por otras cualidades: el profesor Sabino von Fígaro.

—¡Muerto! —la conclusión se derivaba de que la pupila no se había contraído ante la luz de la llama—. Es difícil pensar que este muchacho salió de mi clase hace sólo dos años.

María Hanson estaba a su lado. Cuando vio al profesor, había corrido a su encuentro para llorar en su hombro. Ahora lo acompañaba en busca de algún detalle pasado por alto. Mal sabían ellos que el ataque había sido planeado para no tener fallas ni evidencias, por mínimas que fueran.

¿No?

—¡Una tragedia! Estas personas perdieron todo en el ataque —se lamentó María.

—Sí, cualquiera puede hacer ese razonamiento. La cuestión, señorita Hanson, es… ¿por qué?

—¿Por qué estas personas perdieron todo?

—No. ¿Por qué estos ataques, realizados específicamente aquí y de esta manera…?

—¿Cómo haremos para descubrir algo relacionado, profesor? —toma nota del «haremos» empleado por la joven.

—Con paciencia. ¿Acaso irá usted a algún lugar?

—No, y tampoco lo deseo.

—Entonces, encuentre la manera de conseguir una pluma, tinta y un lugar para escribir algunos detalles que le diré. —María en verdad era la única alumna de Sabino que habría tomado esas palabras en serio—. A final de cuentas la patria nos necesita con urgencia, señorita Hanson. Sí, esta vez no habrá cómo negarse.

«Ciertamente, la patria nos necesita».