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Snail Galford estaba sentado en unas gradas, con una de las manos apoyada en la cara, pensando qué haría de su vida. Ya no sabía si estaba del lado de un pirata sanguinario o de un Rey obcecado. Tenía la certeza de que, si se tratara de cualquiera de los dos, estaría muerto de todas formas. Y de que no era posible permanecer fiel a ambos al mismo tiempo. Así, era fácil entender por qué mantenía el rostro escondido entre las manos, como si nada más importara.

¿Y sabes dónde meditaba acerca de todas esas cosas? Créelo: en la gradería de un circo. Nunca lo había mencionado, pero al mismo tiempo que se había estrenado Cazadores de brujas en la Majestad, algunos días antes el Circo Gabbiani también se había instalado en la ciudad de Andreanne. Incluso ese era el segundo paseo previsto para los niños de la Escuela Real del Saber, que asistieron maravillados al espectáculo, como Ariane Narin y João Hanson, que en ese momento vivían por separado su propio día extraño.

A Snail no le gustaban los circos. Era sólo un lugar donde tendría un poco más de una hora para pensar. Pensar cómo sobrevivir. Estaba en medio de la selva urbana y no sabía cómo ir con Jamil, Corazón de Cocodrilo, y además de rezar para que el pirata no descubriera que actuaba como agente doble, decirle que no tenía el collar de ciento ocho piedras. Bueno, en realidad no le diría eso; antes de soltarlo, el Rey le había dado una réplica. Pero ¿qué garantía tenía de que Jamil no distinguiría entre las dos? Habría que demostrar mucha sangre fría para entregar una réplica a un pirata que le había pedido una joya original.

En definitiva, su situación no era nada buena.

El tiempo fue pasando. Y el negro de pañuelo en la cabeza y humor taciturno viajaba tanto en sus propios pensamientos, que no notó las presentaciones de los payasos, del malabarista, del tragafuegos ni del domador de leones. La gradería estaba casi vacía, pues las personas no se encontraban muy animadas ni seguras para ir a espectáculos como aquel después de lo ocurrido en el centro de la ciudad. Y afirmo que el circo no sólo no había devuelto los ingresos y cancelado el espectáculo debido a aquel paseo de las profesoras con los alumnos de la Escuela Real del Saber, realizado aquel día de la Tierra en que no había clases en condiciones normales.

Pero tal vez el Destino había decidido jugar una vez más, o tal vez el Acaso había sentido lástima de tan razonable conflicto, y por eso alguna fuerza mayor permitió que Snail Galford prestara atención a la penúltima presentación circense: los acróbatas del trapecio. Y malhumorado, con su manera despreocupada e impaciente, vio a una pareja saltar de un trapecio a otro y dar saltos mortales que iluminaban los ojos infantiles predispuestos justo a la excitación de los sentidos.

Hubo un salto. Y un giro más. Y uno u otro detalle. Y los ojos del joven Snail se entrecerraban cada vez más. Estaba lejos de la pista, más aún de los trapecistas que volaban a metros por encima del suelo; pero la buena vista era una de sus cualidades, y si no tenía una memoria prodigiosa, al menos se preciaba de que era razonablemente buena.

Observando bien el máximo de detalles que logró identificar en las facciones de la muchacha que se balanceaba en el trapecio, Snail descubrió a la última persona que imaginaba tan próxima de sí, y haciendo cosas de ese tipo casi encima de sus barbas, si es que las tuviera. Pensándolo bien, concluyó que hacer acrobacias encajaba a la perfección con el perfil de aquella joven, lo que explicaba su habilidad atlética, casi sobrenatural.

Y hablando de lo sobrenatural, Snail percibió, y fue el primero en darse cuenta en tres años de espectáculo, que algunas veces el trapecio avanzaba en dirección a la joven sin que ella necesariamente avanzara hacia él. Era como si ella pudiera… llamar a la barra hacia sí, y él hubiera creído que se había vuelto loco de no haber visto ciertas cosas últimamente.

Fue entonces cuando Snail sonrió. Y pensó que la suerte había decidido volver a acompañarlo al fin.