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Doce metros.
Tal era la altura donde se hallaba Axel Terra Branford. No le pasaba por la mente que en ese momento su padre estuviera en la Sala Redonda, mucho menos con María Hanson y su hermano. Ni siquiera puedo imaginar lo que pensaría de haberlo sabido. Para nada.
Pero si estaba a doce metros, no lo hacía flotando ni nada parecido; sólo había solicitado permiso para subir a la torre de vigilancia oeste de Metropólitan, si bien los príncipes no piden permiso, al menos no de la forma en que lo haría un militar. Tal vez movido por una locura temporal, subió, casi matando a los soldados de un infarto, al tejado de la torre, y allí permanecía, quieto, oteando el horizonte.
La observación hacia el oeste tenía un motivo: era en aquella dirección donde avistaría, y muy bien, las Siete Montañas. Parecían tan próximas con su tamaño descomunal, pero al mismo tiempo tan distantes como la pequeñez que su figura real parecía tener ante tamaña vista. Ordenó que ningún soldado ni cualquier otro militar lo molestaran. Estaba demasiado concentrado para eso. Y justo por eso, por haber dado un aviso con anterioridad, se irritó profundamente cuando escuchó una voz que lo llamaba:
—¡Muchos días todavía tomará este viaje, príncipe! ¡Muchos más de los que calculaste inicialmente!
—Pero cómo es posible que… —Axel se volvió y casi cayó del tejado de la sorpresa. No, no exagero. Te daré tres buenos motivos para eso y estarás de acuerdo conmigo. El primero: la voz no era la de un hombre, sino la de una mujer. Segundo: la muchacha, de piel negra y una belleza profunda, con cabellos rizados, no tocaba el suelo. Tercero: se trataba de un hada. ¡Si esos tres motivos no son suficientes para caer del susto del tejado de una torre, mi buen amigo, en verdad desisto! Me parecería mejor enterrarlo de una vez.
—¿Sorprendido, Axel Terra? —era interesante cómo el hada sólo usaba el apellido materno. Lo común era que las personas se refirieran a él por su primer nombre y el apellido del padre cuando no querían llamar lo por el nombre completo—. Yo soy Yama, conocida entre los tuyos como el hada del crepúsculo, y vine a decirte que pasaste la prueba a la que te sometí.
—¿Prueba? —me habría gustado que vieras la cara de tonto que puso Axel en ese momento. Él mismo intentaba descubrir si mantenía alguna cordura, y sus ojos más parecían los de un pez recién sumergido en un acuario.
—Sí, ¿o ya olvidaste lo que le pediste a tu Creador? —bueno, era injusto pretender que él se acordara. Te aseguro que hasta tú debes haberlo olvidado.
—Señora… debo estar muy cansado, pues tuve una lucha desgastante hoy y… ¡Tal vez por eso estoy teniendo alucinaciones! —Axel se restregó los ojos—. Por eso siento informar a la señora que ella no existe, y no es bueno que los soldados descubran que su príncipe anda por allí hablando solo…
—Sí, violenta lucha la tuya. ¡Sin embargo, deberías estar agradecido con esos orcos!
—¿En serio? —preguntó el príncipe, haciendo un gesto mediante el cual los labios se unían y la nariz se deformaba—. ¿Y por qué?
—Porque fueron ellos los que me permitieron estar aquí ante ti, con buenas noticias.
—¡Mira, no sé quién me está jugando esta broma, pero debo admitir que está muy bien hecha! Ahora…
—«¡Mi Creador, por favor, ayúdame a llegar a las Siete Montañas lo más rápido, para que encuentre a mi hermano y regrese a tiempo para ayudar al pueblo de Andreanne, en caso de que mi ayuda sea esencial!» —dijo la mujer, pisando el tejado para evitar que Axel pensara que su existencia era fruto de una alucinación.
—¿No fue eso lo que pensaste y pediste cuando corrías en tu corcel en dirección a Metropólitan, Axel Terra?
Axel se detuvo a pensar. Recordaba haber pedido al semidiós Creador que lo ayudara a llegar más rápido a su destino, pero sería exagerado afirmar que lo había dicho con esas palabras exactas. De cualquier forma su cerebro comenzó a procesar la información que tenía sobre las hadas, pues comenzó a creer que quien estaba ante él no era una alucinación.
—Bueno… no puedo afirmar…
—¡Pero yo sí! ¡Ya debes haber oído que en un mundo de pensamientos etéreos, la fe puede mover Siete Montañas!
—Sí —ahora la cosa iba en serio. La mujer parecía traer a Axel una luz; un sentimiento guerrero y bondadoso que le erizaba la piel, como erizaría la mía o la tuya si estuviéramos en su lugar—. Ya recuerdo. Había visto las palomas mensajeras y me preguntaba si mi padre y mi pueblo necesitaban de mí…
—Sí —el hada pareció satisfecha—. Y entonces le rezaste al Creador con una petición de fe verdadera, en la que sólo deseabas el bienestar de tus semejantes, sin egoísmo. Fue un pedido altruista, y por eso recibí la orden de ponerte a prueba.
—Las hadas prueban a las personas y las ayudan o las castigan según el resultado, ¿no es eso lo que cuentan los bardos?
—Sí. Y tu prueba fue aquella señora a media carretera. Con muchas alabanzas seguí tu iniciativa de cederle tu corcel, aunque eso te perjudicara mucho más —dijo el hada, haciendo que el príncipe se sintiera orgulloso—. No, no te enorgullezcas ni pienses en vanagloriarte, o echarás todo a perder.
De nuevo Axel casi se cayó del tejado.
—Pero cómo…
—¿Cuántas veces tendré que decirte para que entiendas que en este mundo el pensamiento es más peligroso que una espada? Sólo estoy aquí porque tu petición al Creador fue humilde, y con humildad debes aceptar lo que digo, o de lo contrario me retiraré de inmediato, como si nada hubiera pasado.
—¡No! —el príncipe tembló—. ¡Discúlpame! Tienes razón, señora. Lo que hice en el caso citado no fue nada más que la acción de cualquier persona de buen sentido y nociones de respeto. Y agrego: agradezco la lección que me diste.
Las hadas pueden saber si lo que las personas dicen es verdad o no. La mayoría de las veces no lo es pero en aquel momento sí lo era. Ella podía escuchar los pensamientos de Axel Branford, sentir su pureza y saber que el deseo del príncipe de acertar era real, pues no quería fallar en aquel momento, en especial a su hermano ni a sus conciudadanos.
—Mientras mantengas la humildad que ahora demuestras, príncipe, el Creador te ayudará en tu jornada. Pierde la fe, deja que el ego domine, y todo se volverá más difícil, ¿comprendes?
El príncipe asintió con la cabeza. La luz de aquel ser lo emocionaba. Me explico mejor: el sentimiento de Axel en aquel momento alcanzaba tales proporciones porque era como si el propio semidiós Creador estuviera hablando con él y usando a aquella hada sólo como un vehículo. Y para alguien que tiene fe escuchar al verdadero Creador es algo que sobrepasa lo emocionante y toca los dominios del éxtasis.
—Eres un príncipe. Y los príncipes no tienen derecho a equivocarse. Las personas necesitan ejemplos, y ese es uno de los motivos de la creación de personas como tú —dijo el hada—. Pasaste una de las innumerables pruebas que tendrás en la vida, y espero que no te olvides de lecciones como esta. Te recompensaré, como es costumbre, pero nunca, y reafirmo ese nunca, actúes a la espera de una recompensa mía ni de quien sea, y nunca dejes de hacer lo correcto al saber que nada recibirás a cambio, pues eso es ser íntegro, merecer la existencia y honrar a la creación.
»Al anochecer, cuando la Luna esté danzando con el Sol y ese baile conforme el crepúsculo, llámalo. Él vendrá… Si mantienes el corazón puro, la mente sana y el objetivo en foco… Él vendrá.
Y de pronto Axel estaba solo, a doce metros por encima del suelo, preguntándose si lo que había sucedido era verdad. Por un momento la duda lo asaltó. Pero sólo por un momento, pues la mente en realidad se asuela a sí misma todo el tiempo, en busca de razones y explicaciones racionales para las cosas. Pero el príncipe no sería engañado esta vez por sus razones.
Sí, él sabía que había pasado por lo que había pasado. Y puedo afirmar con claridad que ni un resabio de duda existía en su conciencia extasiada. Eso tenía un motivo, y su sonrisa ante las Siete Montañas expresaba tal certeza, pues su emoción se lo había dicho.
Había, en fin, escuchado a su corazón.