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Sabino von Fígaro.

Dos sorpresas había en ese nombre, al menos para María Hanson. Una: era la primera vez que escuchaba el nombre completo de su profesor. Dos: este había salido de los labios del propio rey, lo que significaba que no sólo ella había estado una noche con un príncipe real, sino que también había estudiado con un profesor que conocía los códigos especiales para llegar a la Sala Redonda del Gran Palacio. Era increíble cómo, de una hora para otra, su vida monótona comenzaba a parecer mucho más que emocionante.

—¿Su majestad recuerda entonces aún a este guerrero de mil batallas? —Sabino sonrió, ignorando la presencia de los otros consejeros.

—Juro que es la última persona que pensaba encontrar en este día horroroso —dijo el rey, que expresaba la más pura de las verdades—. También me sorprende que te acuerdes de los códigos de acceso.

—¿Pensabas que ya había caducado, majestad? —sí, así como a los presentes en aquella sala, también me daba la impresión de que ambos conversaban como si fueran buenos y viejos amigos—. Muy por el contrario, soy como el vino, que sólo aumento mi valor con el tiempo. ¡Mi astucia cada vez está más aguzada, tanto que aquí estoy para sacarte a ti y a tus consejeros de las tinieblas de la ignorancia!

—Por favor, su majestad, no tome en serio este ultraje… —la frase no terminó de ser completada por el impulsivo consejero Rojo.

—Mide tus palabras, Rojo —dijo el rey con firmeza—. Antes de que concluyas, recuerda que este hombre ya se sentó en una de esas sillas coloridas del consejo. ¡Justo como tú y como yo!

María y João abrieron mucho los ojos. Quizá estuvieran sordos o se encontraran alucinando, o tal vez Primo Branford en realidad acababa de confirmar que aquel señor con el que habían estado «trabajando» había sido en otras épocas un… ¡consejero real! Bueno, eso explicaría, por un lado, por qué tenía acceso a las señas de los cofres. Y hablando de eso, ¡estaban en la misma sala que el rey! Ah, sí, y el consejero Rojo se había sentado sin decir nada más después de las palabras del monarca, a pesar de que se carcomía por dentro.

—Muy bien, Sabino, veo que regresaste a la actividad, ¡y eso tal vez sea bueno en este momento! —volvió a hablar el rey—. Recuerdo muy bien que sin tu ayuda quizá no hubiera logrado llegar tan lejos en la Cacería de Brujas.

—¡Su majestad debe recordar todo muy bien, igual que yo! ¡Pues por desgracia vengo aquí a decirle que tal vez deba ser emprendida una nueva cacería, señores!

Cuchicheo entre los consejeros. En realidad, aún no mostraban interés en el hecho de que aquel señor en verdad estuviera trayendo información importante o no, pero sí en la atención que estaba consiguiendo del Rey, lo cual ellos mismos se habían pasado el día intentando, sin éxito.

—¡Silencio! —esta vez Primo golpeó tan fuerte la mesa, que los presentes soltaron lo que tenían en las manos—. ¡Juro que si me irritan una vez más, una sola vez, disuelvo esta porquería de consejo y tomo mis decisiones en la plaza pública, junto al pueblo! —los nobles temblaron sólo de imaginar semejante situación—. ¡Sargento, te puedes ir! —y pocos notaron que este aún no lo hacía, de la pura fascinación de ver por dentro, y en funciones, a la Sala Redonda.

—¡Oh, sí! ¡Con su permiso, su majestad!

—¿Y quiénes son estos dos niños, Sabino? —era fácil notar la molestia del rey. En verdad, todo parecía fastidiarlo aquel día.

—¡Mis dos… asistentes, majestad! Te pido que, por favor, toleres su presencia, pues sin ellos no habría llegado a la conclusión tan alarmante que me hizo venir hasta aquí.

—¿Asistentes? ¡Bueno… así sea! —y el rey apoyó de nuevo la barbilla en una mano—. Vamos, dime; finalmente, ¿qué es aquello tan alarmante que descubriste en Andreanne que te hizo venir con tanta celeridad aquí?

—Majestad… Consejeros… Vengo a informarles que Jamil, Corazón de Cocodrilo, no vino a estas tierras en pos de nada material, o al menos con esa intención primaria.

Y la atención de todos los consejeros, que ya no se arriesgaron a contestar otra vez a Sabino, se fijó por fin en aquel señor. Por más o menos resentidos que estuvieran, la ciudad donde vivían ellos y sus familias estaba ante un peligro inminente, y tal vez valiera la pena escuchar a alguien que parecía tan seguro de lo que decía, sobre todo porque ellos mismos aún no establecían un consenso.

—Vamos, Sabino, cuéntame lo que deseo escuchar —dijo el rey.

—¡Su majestad, por desgracia te contaré lo que no quieres escuchar! Existe una bruja en Andreanne. Y esos piratas sanguinarios andan tras ella.