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El rey Primo Branford llegó con un aspecto imponente, montado en un caballo real de manchas blancas en el pelo, como es común en los tobianos. Deseaba comprobar en persona lo ocurrido en el puerto, pues ningún hombre, ni siquiera este contador de historias, sería tan competente para describir con palabras frías tamaño horror. Yo he intentado expresar el significado de aquellas visiones, pero si acaso he descrito tan sólo un poco de la desesperación que se apoderó de aquel pueblo. Ni siquiera la presencia del Rey, sin importar si era el más grande o el peor de todos, podía cambiar la sensación de que el futuro se vislumbraba peor desde la perspectiva actual.
Primo y su montura cabalgaron como uno solo, aunque con sentimientos distintos, pues aquella tendría que haber sido una carnicería de caballos para que el corcel sintiera lo mismo que el monarca. Una gran mancha roja imperaba en el puerto: era la sangre de soldados y la de tantos otros inocentes. En todo el lugar se compartía el sentimiento de injusticia que invade a un ser humano ante la muerte de inocentes.
Todo esto era tan malo como ver manchados los emblemas reales. Se trataba de hombres con familias que alimentar y una patria a la cual servir, como la habían servido, y muy bien. ¿Y los menores de edad? Niños de la calle, también inocentes. Las mujeres que vivían para divertir a los marineros, si no estaban muertas ya, se encontraban en condiciones deplorables, lamentables.
Primo se preguntaba dónde estaba ese reino de paz y prosperidad que había forjado. Y también, qué había hecho para que el Creador lanzara aquella realidad a sus espaldas, ante una nación que se disponía una vez más a comprobar si su Rey era en verdad el más grande de todos. Cuando se enfrentan a las peores pruebas, las personas muestran sus mayores virtudes, sus mayores fuerzas, y renacen más poderosas.
O sucumben de una vez por todas.
El Rey se detuvo en medio de aquella tierra de sangre, reclinó el codo derecho sobre el dorso del caballo y apoyó el puño diestro en la frente, con la cabeza baja. Muchos soldados se horrorizaron ante la escena, conscientes de que si un Rey muestra desesperación ante sus soldados, es porque habrá peores días por venir.
De hecho, los soldados habrían llorado si hubieran visto lo que ocurrió enseguida, después de que Primo se resolvió a tomar el control para ordenar un entierro digno de las personas muertas allí y en otros lugares. También dispuso que se atendiera a los heridos y se emitiera una convocatoria general y obligatoria para los médicos de la ciudad.
Pero fue cuando el Rey ordenó a su caballo dar una media vuelta al estilo militar, cuando vislumbró a aquella paseando entre los cuerpos. Solitaria. Llorando por uno solo de los ojos, rojos como su vestido y sus cabellos. Se trataba de aquella dama etérea. Pero esta vez era diferente. Esta vez el propio Rey la había visto caminar entre los cuerpos.
Desde lo alto de su corcel, una lágrima descendió por uno solo de sus ojos.