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Se trataba de una señora.
Su vestimenta era extraña y diferente, por lo menos desde el punto de vista de Ariane Narin. Traía una caperuza puntiaguda en la cabeza y, cuando se le preguntaba, explicaba que era sólo un accesorio, pues la forma cónica ayudaba «a la captación de energía».
Bien, aquella persona era una bruja. Y por más que hubiera escuchado y entendido todo el concepto explicado por su madre, saber que estaba en presencia de una bruja desconocida no era la mejor sensación del mundo para Ariane. Ese razonamiento limitado tenía lógica. Estaba directamente influido por los cuentos narrados por los bardos de las historias ambientadas en Nueva Éter, que incluían a príncipes, brujas y dragones. Y ninguno de esos cuentos involucraba a brujas «del bien», y más bonitas, como su madre; sólo mostraban el concepto de brujas vestidas de negro ante calderos hirviendo, lo que en realidad existía por allá, pero no en forma exclusiva como había pensado la niña.
Anna le explicó que aquella señora recién llegada era madame Viotti, la sacerdotisa que había asumido el aquelarre después de que su abuela Narin dejó aquel plano.
Lo más terrorífico, sin embargo, era que ambas le explicaron que ese día iniciarían a Ariane, y eso al principio le provocó cierta incomodidad. Pero la incomodidad se esfumó cuando Ariane vio que no se trataba de una imposición, sino de una elección.
—Ariane, mi dulce niña, ¿quieres ser iniciada? —preguntó madame Viotti con maneras dulces y serenas, mientras le sonreía.
¿Sabes? Seré sincero: Ariane tenía listo el «no». Ahí, en la punta de la lengua, dispuesto a salir de su boca como un sapo. Y te aseguro que si hubieran intentado obligarla a ser iniciada, si hubieran dicho algo como «¡lo harás!», ella habría dicho aquel «no» más rápido de lo que lo cuento. Pero ella estaba allí, ante las brujas… Peor todavía… O mejor aún… Brujas «buenas», que usaban la magia para el bien. ¡Y su abuela era la antigua sacerdotisa de aquello que ella había aprendido que se llamaba aquelarre!
Y entonces recordó todo lo que su madre le había dicho hasta ahí. Y de cómo ella y la fallecida abuela pensaban que era especial, cómo nació en un día tan diferente, bajo una Luna tan extraña, y cómo veía cosas raras y escuchaba un llamado. Una cosa era cierta: tenía muchas preguntas, tantas que ningún profesor podría ayudarla. No un profesor común de la Escuela Real del Saber. Pero ahí… Bueno… Ahí podría obtener respuestas y aprender con profesoras especializadas en responder dudas como las de ella, en una cantidad cada vez mayor.
Ariane Narin pensó que en ese momento no debía sentir temores ni recelo, pues no corría peligro. Por el contrario, estaba allí para decidir si pasaría el resto de su vida en la ignorancia o con la posibilidad de conocer la verdadera sabiduría. Y no estaba ninguno de los hermanos Hanson para darle su opinión antes de que se formara la suya. Ni su madre le diría lo que debía hacer.
Nunca su propia vida había estado tanto en sus propias manos.
Y tal vez haya sido eso, esa libertad de elección y aquel deseo de respuestas, lo que hizo que la niña pensara un poco, mirara de reojo a madame Viotti y respondiera con mayor firmeza que con la que nunca había respondido a una pregunta:
—Sí.