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–¿Quién podría querer… matarme? —una frase intensa, me parece, proviniendo de una muchacha de trece años.

—Probablemente alguna maga negra, hija —dijo Anna—. Alguien que no quería que te reunieras con tu abuela ese día para evitar tu iniciación, como estaba planeado. Como no logró dañarte, el animal recibió la orden de atacar a tu abuela…

—¡Pero no entiendo muy bien por qué! Al fin y al cabo, ¿qué tengo yo de diferente, aun habiendo nacido con ese montón de extrañezas que mencionaste, para que alguien quisiera hacer algo tan horrible?

—Eso lo averiguaremos, querida.

Un rechinido.

Incuso desde donde estaban era perfectamente posible escuchar el rechinido de la puerta de entrada en el piso superior de la casa. Pasos. Un golpe seco en el suelo de madera podía ser sentido con facilidad en el piso de abajo. Uno… dos… tres… cuatro… y muchos otros pasos hicieron que Ariane se asustara allí, en el piso inferior, imaginando quién estaba entrando en la casa. Reconozco que esas historias de magas negras, hadas caídas y brujas carnívoras habían asustado a la niña con mucha eficiencia. Su corazón comenzó a acelerarse. Sudor. Frío. De esos que escurren despacio por un lado del cráneo, cerca de la oreja, y aumentan la frescura del viento cuando este toca el cuello. La respiración pasó a ser oral. La boca permanecía abierta. Y el sonido dentro del pequeño cuarto era el del aire que entraba y salía con exageración, acompañando a una mirada desorbitada y a una voz ronca que parecía sujetarse de la garganta para no ser condenada a morir al contacto con el aire.

—¿Qué… quién es, madre? —Ariane temblaba.

—Cálmate, querida —la madre no sentía ni un tercio del nerviosismo de la hija—. ¿No querías respuestas? Ellas han llegado.