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–¿… Entonces quiere decir que a tres gigantones como ustedes les gusta atacar a ancianitas peligrosas y acaso llenas de oro, como sus limitadas inteligencias imaginan? —Axel ya había llamado la atención de La Jarra de Oro mucho antes de eso. Cuando comenzó a hablar directamente a los humanoides, el recinto guardó un silencio absoluto.
Los orcos, cuya coloración variaba entre el azul añil y el plomizo, golpearon la jarra con rabia en la barra, desparramando una cerveza de las más fuertes. Miraron al príncipe y, créelo si así lo deseas, lo cual no debe ser tan difícil, no lo reconocieron. Sin embargo, las inteligencias limitadas habían entendido que aquel hombre sabía del asalto a la vieja a la entrada de la ciudad —hecho que ahora la taberna entera compartía— y, lo que es peor, que deseaba burlarse de ellos.
—¿Tú hablas con yo, compa? —no intentes entender ni aprender a hablar en idioma orco. Nunca, ni el día en que un enano nazca con una estatura alta, conseguirías usarlo a la perfección, al menos si no has crecido en medio de ellos, lo cual debe ser una desgracia, si disculpas la franqueza.
—Infelizmente —y Axel rio en forma involuntaria con su respuesta. La carcajada salió tan natural y espontánea, que toda la taberna lo imitó, lo cual enfureció más a los orcos, que tanto aprecian el orgullo.
—¿Tú estás queriendo aporreada en la cara, carnal? —semejante perla fue dicha por un segundo orco.
—¡Algo que en tu figura resultaría inoperante, maleducado! —dijo el príncipe.
Los orcos se miraron entre sí. La taberna experimentaba una especie de comportamiento gregario, como si estuviera ante un espectáculo de bufones y una única frase medio graciosa fuera suficiente para provocar un exceso de risas.
—A ver, vamos, admitan que no entendieron nada… —y ni Axel se aguantó y comenzó a reír, pues a la postre él mismo se había contagiado de aquel ambiente cargado, responsable por hacer reír a la taberna como una platea de teatro en una comedia.
—¡Humpf!… Hunc… Hoinf… —esos gruñidos extraños provenían de los propios humanoides, que los emitían cuando se sentían rabiosos, con lo que reafirmaban su parentesco con los puercos y los jabalíes.
—¡Válgame… tal vez sea más fácil entender a una piara de puercos! —la taberna reía tanto con el príncipe, que muchas personas que pasaban por el lugar entraron para conocer el motivo de tamaña euforia.
—¡Yo voy pegar! —y uno de los orcos lanzó un puñetazo contra la orilla de la barra, con lo que hizo temblar jarras y estructuras—. ¡Yo voy a soplar y soplar y bufar hasta derrumbar!
—Para ahorrarnos una escena ridícula, espero que hayas querido decir «golpear» y «empujar»… —dijo el príncipe, y toda la taberna volvió a reír.
Los tres orcos se separaron de la barra y avanzaron despacio hacia él. Eran grandes. El más chico debía medir al menos un metro ochenta. Los otros dos, algo cercano a un metro noventa. Mientras se aproximaban, Axel se colocó con calma un guante en cada mano, accesorio que no creyó que utilizaría tan pronto.
—¿Saben? Cuando llegué a esta ciudad imaginé que no tendría a alguien calificado para ejercitarme y mantenerme en forma para la selección del Puño de Hierro. Pero, por lo visto… ¿Qué haré? —la taberna guardó silencio—. Si no tengo a alguien de mi categoría, ¡me serviré al menos de estos tres para compensar! —la taberna lanzó hurras de felicidad.
Con los guantes puestos, Axel Branford se colocó en el centro de la taberna. Los orcos formaron medio círculo frente a él. El príncipe levantó las dos manos a la altura de los hombros y balanceó los dedos dos veces hacia sí.
—Por culpa de ustedes tuve que ceder mi corcel más veloz a una señora lastimada. Y ahora ustedes me dan dos oportunidades perfectas: una, para descargar mi frustración ante la certeza de que llegaré más tarde de lo previsto a mi destino, y dos, para moler a golpes a tres imbéciles, tan imbéciles como para atacar a una víctima como aquella en los límites del reino del cual es responsable mi familia —nadie en la taberna fue capaz de ocultar su admiración—. ¿Entonces… se van a quedar mirando, burros?
Y tres orcos gigantescos se lanzaron bufando contra él.