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Cuatro años.

Ese era el tiempo exacto desde que la niña no volvía a ese lugar. Y te diré que no era el mejor sitio para estar. Mas no había otro remedio. El día había sido tan extraño desde que despertó, que Ariane Narin no se sorprendió de que su madre la llevara a ese sitio tan traumático. A la postre, creo yo, y espero que tú también, el mejor regalo de cumpleaños para una chica de trece años no debía ser entregado en la misma casa donde vio cómo su propia abuela era devorada por un lobo hambriento y, como diría su madre, además de todo «marcado».

—¡Ven, Ariane! —Anna entró en la casa de la mano de su hija.

Ariane lo observaba todo, y sería una mentira si te dijera que el lugar, al mismo tiempo que le provocaba recelo y una sensación parecida al miedo, no le transmitía también una cierta excitación, un extraño sentimiento de querer estar allí si es que en ese lugar estaban las respuestas a las preguntas que aún no sabía bien cómo formular.

La puerta rechinaba. El suelo de madera, también, según la duela que pisaran. Todo estaba en el mismo lugar, pero en orden. Todo. La cama, las sábanas, las pantuflas de la fallecida señora. Probablemente Anna Narin había arreglado la casa tiempo después, pensó la niña. Tenía razón. Y fue Anna quien se dirigió al cuarto de quien para ella era la madre, y para su hija, la abuela. Ariane la siguió, notando que cuatro años no habían sido suficientes para borrar las marcas de sangre que aún se vislumbraban en determinadas partes del suelo y la pared. Pero en el cuarto Anna fue hacia el armario, que Ariane siempre imaginó que servía para guardar la ropa, el cual era un pensamiento bastante obvio.

Sin embargo, y curiosamente, abrió mucho los ojos al descubrir que no, que el mueble sólo parecía un armario.

Esto se debía, y Ariane sólo lo supo en aquel momento, a que la casa comprada por la fallecida señora Narin antes había pertenecido a un cazador que, como era común entre la gente de su oficio, construyó un pequeño cuarto subterráneo para retirar allí el pelo de las presas. Algunos bardos, en visiones propias de la leyenda que comenzó con aquella historia trágica, cuentan que el lobo asesino se ocultó en el armario de aquel cuarto, de dimensiones tan desproporcionadas para su gigantesco tamaño. Ariane no tenía idea de que esos bardos poseían aquella información, desconocida hasta entonces para ella. Y el detalle no le volvió a importar.

Por primera vez en trece años la niña entró en ese sitio.

El cuarto era mayor de lo que parecía y había en él un único accesorio, colocado en un rincón. Un caldero viejo, negro, un poco sucio y que parecía bastante usado. Además, había pedazos de vela quemada, algunos garabatos en el suelo y una iluminación muy débil; tanto, que era necesario encender una vela o más para distinguir algo.

A Ariane se le puso la carne de gallina.

—¿Pero qué es esto, madre? —preguntó la chica, aún desconcertada por tantos descubrimientos en un solo día.

—Es un sitio sagrado, querida. ¡Aquí se celebran los sabbats!

—¿Cómo? ¿Sa… qué?

—¡Sabbat! Una reunión que se realiza de vez en cuando por un grupo de personas, hija mía… Y se juntaban aquí, en casa de tu abuela.

—A ver, espérame, madre… ¿Qué tipo de persona frecuenta esas reuniones, sabbats o cualquier otro nombre extraño de esos que dices?

—¿Qué tipo de personas? —y Anna se detuvo a pensar por un momento—. Bueno, ¿qué te puedo decir, hija mía…? Brujas.

Es seguro que Ariane Narin estaba viviendo el día más confuso de toda su existencia. Era como si hubiera comenzado a nacer realmente ese día, pues hasta ahí el resto de su historia parecía sólo un cuento salido de la mente de un narrador creativo en una historia totalmente inverosímil y desvirtuada. Bueno, al menos según la versión de su propia madre.

—Recapitulando, madre… Ah… Tú eres mi madre, ¿no? —la pregunta fue hecha mirando a la aludida de arriba abajo, con la boca abierta y la frente fruncida, con una expresión de disgusto y el dedo índice apuntado de forma invertida, con esa manera típica de las adolescentes de detenerse a media frase.

—Sí… —y la madre esbozó una sonrisa—. Soy tu madre, hija mía.

—¡Bueno! Entonces yo nací un día trece… de un día de la Tierra… en una tal Luna Negra (que hasta hoy yo conocía como «Luna menguante»), en una familia de brujas… en la que mi abuela era sacerdotisa de un tal «aquel»…

—¡Aquelarre!

—Ah, sí, aquelarre… donde se celebran los… sabbats, ¿acerté?

—¡Ah, sí, esta vez acertaste! —la felicitó la madre.

—Y… yo no sé si tengo ese derecho, pero… —aquí el tono de voz de la niña se volvió tan bajo como pasos de hormigas—… ¿POR QUÉ RAYOS ESPERASTE TODOS ESTOS AÑOS PARA CONTÁRMELO? —de repente el volumen se elevó tan alto como la explosión de un cañón.

—En realidad, Ariane, fue circunstancial que todo haya ocurrido así. Como te dije, tendrías que haber sido iniciada a los nueve años, justo como lo previó tu abuela, y sabes muy bien qué fue lo que lo impidió. La experiencia de aquel evento sacudió demasiado las emociones de los demás como para que yo tocara el tema de nuevo. Y te juro que sólo lo hice ahora porque creo que no existe una edad más apropiada para explorar todo tu potencial.

—Pero… ¿qué potencial tengo yo, madre?

—¡No sé, Ariane! ¡No lo sé! —la voz estridente de la hija comenzaba a irritarla—. ¡La que habría sabido responder a eso era tu abuela! ¿No te das cuenta de que intento hacer lo mejor que puedo? O lo que ella creía que yo debía haber hecho en caso de que ella… En caso de que ella estuviese aquí, ¡caray! —Anna corrió a un rincón de la habitación, se sentó y se soltó a llorar.

Ariane se sintió culpable. Se acercó a su madre y tuvo la sensación de que era una niña mimada que fingía que ya había crecido, pero que en el fondo seguía actuando como una criatura.

—Madre… perdóname… —su voz volvía a ser mansa como la de un cachorrito alimentado por su dueño—. ¡No quería hacerte enojar! Mira…

—No, querida. No eres tú. Extraño a tu abuela. Su presencia, su bondad… su sabiduría… Ella habría sabido iniciarte mejor que cualquier otra persona.

—Pero, mamá… —y Ariane sólo le decía «mamá» cuando deseaba mostrarse en extremo cariñosa—. ¿En verdad necesito ser iniciada?

—¡Sí y no, hija mía! Sucede que tienes el libre albedrío para elegir lo que desees, pero si realmente naciste tocada, como creemos, entonces la Creadora te tiene reservada una misión importante en su creación. Y pienso que deberías cumplir el papel para el cual naciste, ¿no?

—Tiene sentido. Pero espera… ¿dijiste Creadora? —el uso de ese término le habría causado un buen susto a muchas personas.

—Sí —y la madre sonrió una vez más—. Usamos ese término porque creemos en la forma del Creador como si fuera una mujer. En realidad, sabemos que no le importa cómo nosotros, sus creaciones, lo visualizamos, ya sea en la forma de un semidiós o de una semidiosa. Él sólo espera que conservemos la fe en su existencia, y ciertamente la tenemos.

—Pero ¿sabes? Yo ya había pensado antes en la figura del semidiós Creador como en la de una mujer. —Ariane supuso que era una idea interesante. Alguna vez la había justificado ante João, al afirmar que, para crear un universo, era necesaria una sensibilidad que los hombres nunca serían capaces de demostrar, y por eso pensaba en su figura como semidiosa.

João se había burlado de semejante tontería.

—Yo lo creo. Sucede que los hombres imaginarán esa fuerza semidivina como la figura de un hombre; los orcos, como la de un orco; los animales, como un animal, y nosotras, las brujas, ¡como una mujer! —Ariane encontró que el razonamiento era perfecto—. Pero, como te dije, querida, ¡no importa el nombre ni la forma, sino la fe!

—¡Espera, madre! ¡Hablas como si las «brujas» practicaran «el bien»! —Ariane arrugó la cara.

—¿Y quién dice que no lo hacen? —se extrañó Anna.

—¡Claro que no, madre! ¡Las brujas practican «el mal»! ¿No has escuchado las historias de los bardos? ¿No viste lo que le hizo aquella bruja a João y a María?

—¡Babau! —dijo la madre, casi en un susurro. Anna pronunció el nombre mirando hacia abajo, y Ariane percibió su cambio emocional.

—¿Tú la conocías, madre? —y la chica elevó la voz, pero luego se arrepintió, por miedo a provocarle otra sacudida.

—Sí —y eso fue un golpe más para la niña—. Escucha, querida, antes de seguir hablando del tema necesito explicarte qué es la brujería. Siéntate, pues es una larga historia.

»Hace muchos años, en Nueva Éter, el poder de la magia para el hombre, y cuando digo hombre me refiero también a las mujeres, fue ejercido por avatares de la Creadora, señoras de poder feérico y de la transmutación del éter. Esa combinación resultó perfecta, consciente y equilibrada por mucho tiempo; los seres humanos, y también otras razas inteligentes, eran probados y tenían deseos que eran concedidos o negados, de acuerdo con sus elecciones y su desempeño en las pruebas impuestas por ellas.

»Pero un día una de las hadas se rebeló contra la Creadora, pues ninguno de los seres humanos que puso a prueba logró aprobar, al menos no como ella esperaba. Ningún hada es igual a otra, y ese avatar comenzó a sentir un gran desprecio por aquellos seres. En un momento determinado, el desprecio se convirtió en odio. Cuando aquello ocurrió, la Creadora le quitó parte de la esencia mágica y la transformó en mortal, en castigo, pues resulta triste para cualquier ser convertirse en aquello que odia.

»Sin embargo, el castigo de vivir entre los humanos y, además, sin la mayor parte de su naturaleza mágica, sólo aumentó el odio del hada negra, que comenzó a revertir la buena magia, cuyo poder provenía de la fuente de la Creadora, en una magia egoísta, de la cual obtenía poder a través de las energías pesadas y de los pactos con entidades sombrías, a un precio muy alto. El resultado fue que esa hada empezó a enseñar a otras humanas con el corazón igualmente lleno de odio, como ella.

»El nombre de esa hada caída era Bruja, y por eso brujas fue el nombre que recibieron sus aprendices.

»El efecto en esas personas que usaban la magia negra y la energía negativa para su propio beneficio fue inmediato: sus cuerpos físicos comenzaron a manifestar la corrupción de sus cuerpos espirituales y, en consecuencia, se fueron volviendo jorobadas, llenas de deficiencias, deformidades y otras aberraciones por el estilo.

»Pero Bruja fue sólo la primera en caer. Otras vinieron después de ella, y desde entonces hasta hoy se crearon muchas escuelas secretas de brujería y se transmitieron técnicas ocultas de magia. Por esas personas, y por esas escuelas, entiendo que tengas el concepto de que todas las brujas se encuentran al servicio “del mal”, Ariane.

»Sin embargo, hubo brujas que se redimieron. Quiero decir, querida, que existieron practicantes que, por fuerzas del destino, se arrepintieron del camino elegido y cambiaron ese sentimiento de odio por otros más próximos a la redención. Esas personas se dieron cuenta de que las técnicas que les habían enseñado, y que cobraban mucho por sus habilidades, simplemente no valían la pena.

»Hoy una “bruja” es sólo aquella que conoce esas técnicas de manipulación de energía y las utiliza en rituales dirigidos hacia un objetivo específico. Así que lo que define si ella practica “el bien” o “el mal”, como dices, es la forma en que utiliza ese conocimiento. Si lo hace de manera consciente, procurando el bien de los demás y sólo para el bien de los demás, es una maga blanca. Si lo hace con fines egoístas, pensando sólo en su propio bienestar o en la destrucción de otras criaturas, entonces la suya será magia negra y sufrirá las consecuencias de tal corrupción.

»¿Me comprendes?

De lo único que Ariane Narin estaba en verdad segura era de que ese estaba siendo el día más confuso de su vida.