32
Axel miró hacia la nada una vez más y después regresó su atención a la carta que había leído ya dos veces, sujeta en la mano derecha. El documento había llegado a aquel reino mediante una paloma mensajera, y la firma era de puño y letra del rey. Y él no sólo conocía la firma, sino el sello de autenticidad.
La firma y el sello de Primo Branford.
El hecho principal es que simplemente no podía creer que Andreanne hubiera sido atacada como nunca antes, ¡y justo el día en que había abandonado la ciudad! Parecía una broma del Acaso, o incluso una jugarreta estrafalaria e imprevisible del Destino, que para sus juegos acostumbra ir de la mano del Acaso.
Pensó en sus padres y en cómo estaría la ciudad. Pensó en lo que habría hecho si hubiera permanecido allí, hasta que se dio cuenta de que ese pensamiento resultaba inútil, pues no se encontraba allá, el hecho ya había ocurrido y cualquier pensamiento que intentara evadir aquello implicaba una pérdida de tiempo. Pensó en las familias de los soldados y en lo que le haría a Jamil Corazón de Cocodrilo, si el Destino y el Acaso le daban la oportunidad.
Y pensó en María Hanson. Y pidió al semidiós Creador que ella estuviera bien, independientemente de la situación.
—¿Y ahora qué hacemos, Axel? —era interesante que Muralla no mantuviera el protocolo de tratamiento con su protegido. Había momentos en que se refería al príncipe como «alteza», otras como «señor», otras como «Axel», como en ese momento, e incluso le hablaba de «tú», atrevimiento que ningún otro ciudadano fuera de la familia real —tal vez con algunas excepciones, como los niños y María Hanson— osaría mostrar sin temor a sufrir las consecuencias. Pero sucede que para el trol ceniciento no era fácil distinguir entre ese montón de formas de tratamiento porque, como ya he dicho, los trols piensan distinto que los humanos, y en sus mentes sólo existía el «jefe», o cuando mucho el «jefe de jefes». Y todo funcionaba bien así.
—Por lo pronto mantengamos el itinerario. —Axel titubeó al tomar aquella decisión, pero la expresó con voz firme, como si estuviera con la plena seguridad de lo que decía—. Volver sería peor ahora. Mi padre sabe cómo asegurar su reino en los momentos de crisis, y nosotros volveremos cuando hayamos cumplido nuestro objetivo. Entonces sí que eso hará una gran diferencia.
—¿Y en este momento?
—Descansaremos en la ciudad, pues en lugares que se hallan en estado de sitio no resulta aconsejable aventurarse demasiado. En particular te aconsejo que te vayas a dormir de inmediato, Muralla. Tus veinticuatro horas están por vencerse y necesitamos que recuperes tu máximo potencial.
—¿Sabes? Dormir no es nada mala idea. ¿Crees que ya no me necesitarás?
—Claro. No pienso hacer nada más —a Muralla no lo convenció ese matiz en su voz—. Sólo debemos encontrar un lugar adecuado para alguien de tu tamaño.
El capitán Vitorio se había aproximado en los últimos instantes y escuchó el comentario final del príncipe.
—Su alteza, si me permite la intromisión, me gustaría poner a su disposición nuestro alojamiento militar. Creo que, si unimos las camas, el señor… Eh…
—¡Puede llamarlo Muralla! —dijo el príncipe, sonriendo.
—Si el señor Muralla… —el soldado se sintió ridículo al pronunciarlo, pero ¿qué podía hacer?—… intentara acostarse en diagonal, creo que resolveríamos la cuestión.
—¡Ah, perfecto! ¡Problema resuelto, «señor Muralla»! Muchas gracias, capitán. Ahora, con su permiso, quisiera un lugar para lavarme y eliminar este olor a viajero cansado. Después pretendo caminar un poco por los alrededores de la ciudad antes del toque de queda…
—Eh, Axel… no sé si me arrepentiré de decirte esto… —Muralla dudó—… El olor de ellos viene del oeste.
Axel sonrió y estiró el cuello.
Metropólitan era una ciudad de gran porte, con gigantescos muros y una población aproximada de cuatrocientos mil habitantes. Muchos se preguntaban si no debería ser esa, y no Andreanne, la que ostentara el título de capital del reino, e incluso tras los últimos ataques quizá el Rey Primo tomara de nuevo en consideración tales aspiraciones.
De cualquier forma Metropólitan, si bien carecía del interés turístico y las bellezas naturales de Andreanne, poseía por otro lado un comercio de inmenso potencial y el mejor desarrollado en todo el reino. Por donde se anduviera había una pequeña feria, un grupo de comerciantes que armaban sus puestos y gritaban sus ofertas a precios fluctuantes, ajustados según el horario, el gusto y el aspecto del cliente.
Observando tales condiciones para estipular el precio de un producto, no era de extrañar que estos alcanzaran valores estratosféricos cuando el cliente era… ¡el príncipe real, por ejemplo! Axel sabía que lo estaban robando en algunas de sus compras, sobre todo en los puestos de comida, pero no le importaba. El motivo: por más que aumentaran los precios, para el príncipe el valor de cualquier producto seguiría siendo pequeño. Y aunque los comerciantes no lo advirtieran, el espíritu humanitario del muchacho lo hacía percibir que estaba ante padres de familia que llevaban una vida difícil. Así, aquel valor de más funcionaba como un «extra» que él donado de manera consciente a aquellas familias, sin que ellas lo supieran.
Pero no sólo de puestos y grupos de comerciantes vivía Metropólitan. El mundo de los espectáculos estaba garantizado por la Arena de Hierro, y lo mismo se podía decir de los torneos de pugilismo. Muchas tabernas poseían sus propias arenas y se encontraban autorizadas para recibir luchadores de diversas categorías, que se enfrentaban allí.
Las Luces Gemelas, la joyería más famosa de Arzallum, también estaba en Metropólitan, y era visita obligatoria de los nobles propensos a banalidades. Incluso Axel, que no era el mejor ejemplo de una persona frívola, se rindió a sus encantos y a sus productos, y gastó una buena cantidad de monedas de reyes en un collar de piedras brillantes, cada una de forma octagonal.
Sin embargo, por más que su mente se distrajera ante las luces, no lograba apartarse mucho de sus preocupaciones. En el fondo, Axel pasaba por aquellas tiendas y grupos de comerciantes sólo porque estaban en su camino hacia un objetivo fijo. Un objetivo que encontró en la forma de taberna, en el momento en que descubrió una carreta estacionada con un burro amarrado a un poste. Había señales de lucha en aquella carreta, y mugre y hierbas esparcidas en el asiento.
Axel entró al sitio con una expresión hermética.
El lugar era la taberna La Jarra de Oro, un nombre interesante que hacía referencia a la cerveza y a la propia arena, y el príncipe atrajo muchas miradas cuando entró. Me explico: las mujeres lo miraron por motivos obvios; los hombres, por creer que tendrían una lucha de categoría A con un poco de suerte.
Y, bueno, hubo un tercer grupo que llamó la atención de Axel, pues hablaban muy alto y no eran humanos.
—¿… Y desde cuándo a una vieja se le ocurre andar sola en medio de la noche? —dijo una de aquellas voces, ronca como si el dueño llevara hablando sin parar desde su nacimiento.
—¡Uh, uh! Acaba tropezando… —dijo otra voz, igual de ronca.
Axel, en medio del vocerío local, no escuchó tales comentarios. Pero tampoco lo necesitaba. Porque aquellos hombres no eran hombres, sino goblinoides, cuya piel es de color azul, con rostros que sugieren una variación de puercos o jabalíes.
«El olor de ellos viene del oeste».
Orcos: tres orcos. Axel volvió a estirar el cuello. Y llegó a la conclusión de que ni siquiera necesitaría entrar a ninguna arena para calmar su principal motivo de ansiedad…