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Al fin surgieron en el horizonte los portones de la ciudad de Metropólitan.
Axel y Muralla montaban el mamut de guerra, sin flaquear, dispuestos a cumplir el objetivo máximo de la misión en que se habían involucrado. Debían haber llegado hacía tiempo, pero si había sido necesario que ocurriera de esa forma, que así fuera, pues al menos la visión de Metropólitan animaba un poco las cosas.
El animal de carga se fue aproximando a los portones, y tal vez no tanto el trol, pero sí el humano, percibieron que algo había cambiado. La energía se sentía más pesada, o con un exceso de una preocupación aún desconocida, al menos para el monarca. Axel juró haber escuchado el sonido de tres o cuatro ballestas que se preparaban, lo cual era ridículo, considerando que dos viajeros solitarios en las proximidades no entrañaban peligro alguno para la guardia de la ciudad. Metropólitan estaba acostumbrada a recibir extranjeros de distintas razas, e incluso la cercanía de un trol era común en aquella ciudad, donde todo tipo de criaturas se enfrentaban en los anfiteatros.
Lo más extraño era que el gran portón de entrada a la ciudad, siempre abierto, ahora parecía… cerrado. Al acercarse el príncipe, tuvo la certeza de que en verdad estaba cerrado, y si así ocurría era porque algo estaba por completo fuera de balance. Como parecía estarlo todo últimamente.
El mamut adolescente se detuvo a la entrada del portón.
Una voz firme surgió de adentro, desde un punto más alto incluso que la altura alcanzada por el trol subido en su extraña montura.
—Viajeros, ustedes están por entrar en la ciudad de Metropólitan, y de acuerdo con las órdenes reales de su majestad, el rey Primo Branford, y como el responsable de hoy de la Guarda de Entrada de esta ciudad, exijo saber sus nombres y el motivo del interés en ingresar a este lugar.
—Pasamos por Metropólitan para descansar y proseguir nuestro viaje hacia las Siete Montañas —dijo Axel, acatando el reglamento, aunque lo que dijo a continuación habría sido suficiente—. ¡Mi nombre es Axel Terra Branford, segundo príncipe de Arzallum, y este es mi guardaespaldas Muralla!
—¡Oh…! ¡Disculpe, alteza…! —aquella enérgica voz perdió un poco de firmeza—. ¡Hombres, abran el portón!
Y un crujido mecánico, un rodar de cuerdas y algunos eslabones de cadenas bajaron lentamente el gran portón de entrada a Metropólitan, que por lo visto llevaba un largo tiempo sin permanecer cerrado. Muralla condujo al mamut de guerra, que pasó con parsimonia bajo el portón de la ciudad, pensando en cómo hubiera sido su propia recepción si Axel no estuviera con él.
En los cielos, Tuhanny rodeó los portones, los cuales no impedirían su entrada aunque lo intentaran, y lo hizo sin que nadie lo advirtiera. Como ya dije, las personas sólo la podían mirar si ella así lo disponía. Lo más curioso es que no tenía la capacidad de volverse invisible ni de mezclarse con el ambiente, como otros animales con facultades camaleónicas. Tan sólo era vista si quería, y ningún especialista en animales nunca se había aproximado a un águila-dragón lo suficiente como para estudiarla y descubrir el porqué.
—Aún siento el olor de aquellos humanoides… —comentó Muralla.
Axel sonrió, como si el comentario le agradara. El capitán se aproximó.
—Alteza, soy el capitán Vitorio Darabort y le pido disculpas por no haber reconocido su figura de inmediato y haberlo sometido a… —aquella voz correspondía a un hombre que frisaba los cuarenta años, con su uniforme verde impecablemente limpio, con bellas hombreras blancas y los símbolos de su rango y su ciudad bordados a mano a los lados derecho e izquierdo, respectivamente, del torso.
—¡No pierda el tiempo con explicaciones, pues usted representó su papel a la perfección, capitán! —Axel había descendido del mamut. Muralla, sin embargo, prefería observar las cosas todavía montado—. Prefiero que me diga por qué Metropólitan está con las puertas cerradas, y por qué siento una energía de excesiva tensión en el lugar.
—¿Entonces su alteza no lo sabe? ¡Su padre, nuestro Rey, instauró el estado de sitio en todo el reino de Arzallum!
Axel abrió los ojos de par en par. Aquella era una noticia nueva, extraña y en exceso sorprendente. Primero se preguntó qué habría pasado; después, qué habría ocurrido con sus padres, y aún más, si había tomado la decisión correcta al salir de su ciudad. Como no llegó a ninguna conclusión, pues eran muchas las preguntas y poca la información, prosiguió:
—¿Esa noticia llegó a través de las palomas mensajeras, capitán? —preguntó el príncipe, recordando las aves del día anterior.
—Sí, alteza. En realidad, tres palomas mensajeras llegaron hasta aquí con el mismo mensaje —dijo Vitorio, mirando hacia lo alto y pensando que, desde la posición en que se encontraba, la cabeza del trol debía tocar las nubes de Brobdingnag, la tierra de los gigantes.
—Entonces ese mensaje está con sus superiores, en el centro militar de Metropólitan, debo suponer. ¿Podría llevarme allá?
—¡Oh, claro que sí, alteza! Seguro que sí. Permítame nada más destacar a otro hombre para que desempeñe mi papel de interrogador en el portón de la ciudad. Con su permiso —el capitán hizo una especie de saludo militar y salió presuroso, pues ningún militar que se precie de serlo dejaría esperando a un príncipe de la casa real.
En cuanto el capitán se alejó, Muralla descendió del esforzado Pacato, que no reclamó ni un poco cuando el trol ceniciento alivió el peso de sus espaldas. No desfilarían por la ciudad en semejante montura, y el mamut de guerra sería llevado a un lugar donde recibiría de seguro el mejor trato, pues nadie osaría maltratar a una montura real, ya fuera corcel o perro.
Y cuando Muralla ya había descendido, y se encontraban a la espera de que el capitán Vitorio Darabort terminara de instruir a su soldado, Axel recordó lo que Muralla le había dicho cuando ambos vieron tantas palomas mensajeras cruzar los cielos para sitios tan distintos de Arzallum.
«Las noticias con muchas explicaciones siempre son malas noticias».
—Tenías razón, buen amigo.