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Ese niño tiene una sensibilidad energética absurda. Tan absurda como el hecho de que ustedes no se hayan dado cuenta de eso.

El profesor Sabino limpiaba sus lentes mientras daba explicaciones a María y a João Hanson. Los dos hermanos estaban perplejos:

—¿Sensibilidad energética? ¿Qué es eso, profesor?

—Muy simple, señorita Hanson. Razone conmigo: usted vive en un mundo de energía etérea semidivina, ¿está de acuerdo?

—Sí, sí, eso lo entiendo.

—Perfectamente. Si estamos formados por una energía tan sutil, al punto de que sólo nos materializamos por influencia de manifestaciones mentales semidivinas, entonces también es posible que personas como João sientan con facilidad una oscilación en la materia de éter —cierto, aquello no era muy didáctico, pero al menos el profesor lo intentó.

—¡Despacio, profesor! ¿Está diciendo que existen personas como João, capaces de percibir… «oscilaciones de energía»?

—¡Déjate de dramas, muchacha! Lo que él quiere decir es que hay personas como yo, que somos sensibles y capaces de percibir cuando algo está mal. Siempre lo sospeché, pero creí que era una pirazón de mi cabeza —si la madre de Ariane hubiera estado allí, habría festejado aquel término.

—Pues no era una «pirazón», señor Hanson. No es muy difícil para una persona con conocimientos como los míos afirmar que el señor posee una sensibilidad muy aguda hacia un determinado tipo de energía etérea.

—¿Y qué energía sería esa? —preguntó María.

«Energía negativa».

Y João abrió la boca, como si una luz apareciera en las tinieblas y le mostrara lo obvio.

—¿Ninguno de ustedes pudo darse cuenta de que su nariz sólo sangra en situaciones extremas o en lugares impregnados de mala energía? —Sabino no estaba siendo arrogante; en su cabeza apenas resultaba patético que nadie lo hubiera percibido antes.

—¿Lugares como este? —preguntó João.

—Sí. Como este. Dígame, señor Hanson, ¿gozó de esa sensibilidad desde que era muy chico?

—No. En realidad comenzó a ocurrirme después del incidente con la… bueno… usted sabe… los bardos lo cuentan… con la Casa de los Dulces. —João estaba visiblemente incómodo.

—Uf… entiendo, entiendo. Tal vez el impacto del trauma al que usted fue sometido haya liberado esa sensibilidad —dijo el profesor, balanceando el dedo índice tres veces frente a su boca—. En realidad los traumas suelen ser los casos más comunes…

—Pero, profesor, el señor dijo que nuestro razonamiento estaba incompleto. ¿Podría contarnos como este «señor» llegó aquí?

—¡Oh, muy bien recordado, señorita Hanson! Cierto, acompáñenme y presten bastante atención para no tropezar en el camino —este último comentario había sido sólo una mala broma—. Como nuestra querida señorita Hanson ya lo percibió, y de manera muy atinada, debo admitir, esta es la única casa, al menos de todas las que visitamos, y no es preciso visitarlas todas para tener la certeza de ese razonamiento, donde hay… «pintas» —acaso un término poco apropiado— frente a la ventana de la casa, a una altura en que una persona esté en posibilidad de verlas bien desde afuera.

—¿Cuál sería entonces el término correcto en vez de «pintas», profesor Sabelotodo? —María dejó escapar una sonrisa involuntaria.

—¡Buena pregunta, señor Hanson! Muy buena en realidad. Acérquese a ellas con todo el cuidado, pues ese sangrado sólo empeorará. Para eso que usted llama «pintas», la terminología correcta es «runas».

—¿Runas? ¿Qué es eso? —João percibió que su nariz en verdad no paraba de sangrar en cuanto se acercaba a las paredes.

—Es la denominación dada a los caracteres de alfabetos antiguos. Son idiomas que ya no se utilizan hoy en día. Lenguas muertas.

—Pero… ¿Por qué alguien pintaría aquí cosas de ese tipo? ¿Y más en una lengua muerta que nadie es capaz de leer?

—Ese «nadie» va por cuenta suya, señorita Hanson. Claro que existen personas capaces de leer las runas, y fue justo para esas personas que fue escrito ese mensaje. Otro detalle que no debe pasar inadvertido es el dibujo negro pintado en la entrada de esta casa.

—¿Se refiere al murciélago? ¡También lo notamos! —dijo María—. ¡Pero creímos que se trataba de una pinta más!

—¡Nada debe ser ignorado en una investigación, señores! ¡Nada! ¡Ese simple dibujo dice mucho! Los murciélagos son un símbolo de misticismo —continuó el excéntrico señor—. ¿Y qué otras características notaron?

—Pensándolo bien… ¡me parece que el dibujo es idéntico al que pintaron en la estatua sin cabeza del Rey!

—¡Oh, perspicaz, señorita Hanson! Estamos en el camino correcto, y le aseguro que ese comentario nunca fue una tontería.

—Ya lo sé —razonó João—. Esta es la única casa con ese símbolo. Y con esas… runas… frente a la ventana. ¡Y por eso el señor no tiene dudas de que esta casa fue escogida para mandar un mensaje a la persona capaz de leer tales «pintas»!

—¿Pero qué es esto? ¡Si la vida no me está jugando una mala pasada, estoy ante dos jóvenes promisorios! —se animó el profesor—. Ahora por fin están pensando como profesionales. Pues es justo eso. Y si tomamos en consideración ese tipo de runa, que por desgraciada sólo una persona especializada sería capaz de traducir, junto con la sangre empleada para escribirla y la masacre en el centro comercial, ¡ya sé por qué esos piratas decidieron, de pronto, invadir Andreanne!

—¡Díganos ya, profesor! A fin de cuentas, ¿detrás de qué vienen esos hombres?

—¡La cuestión no es «de qué», señorita Hanson, sino «de quién»! Esos piratas no vinieron a esta ciudad para robar ni para saquear ni con ningún otro objetivo, como parecía al principio. No, la verdad está muy lejos de eso. Todo fue sólo una distracción. Ellos vinieron detrás de algo mucho más grande.

—¿Detrás de quién, entonces? —insistió la adolescente, a punto de explotar.

—De una bruja.