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Amaneció. O casi.

La aurora boreal que ratificaría el nacimiento del día de la Tierra, el quinto de los cinco que había, todavía no se asomaba, y cuando eso ocurre es porque no debes dudar respecto de que si alguien ya está despierto para presenciarla, de seguro quedará extasiado. Pero si Axel ya no quería seguir durmiendo, mucho menos tenía ganas de esperar para continuar su viaje. Y así, antes de que se vislumbrara la claridad solar, el corcel y el mamut de guerra ya estaban en camino.

Admito que la saga de aquellos dos sería perfecta para realizar un lindo cuadro a manos de un buen pintor. Porque la mirada de obstinación del príncipe y la seriedad del corcel, además de sus compañeros de viaje, curiosos y no menos decididos, eran un espectáculo bonito de ver. Escuchar aquel galope suave y aquel pesado impacto de las patas del mamut adolescente daba la impresión de que los héroes o protagonistas de cuentos heroicos —sea cual sea la diferencia—, de esos que el mundo siempre requiere, se dirigían a los lugares que necesitaban, porque los héroes siempre se dirigen hacia allá aunque no lo sepan.

Y cuando surgió la aurora, el cuadro que jamás sería pintado se volvió aún más hermoso, allí estaban presentes y encarnados la obstinación, el heroísmo y el coraje. Los árboles ubicados a ambos lados del camino de tierra por donde venían, parecían reverenciar a la alteza que recorría sus territorios. En ese cuadro imaginario tampoco faltaría el águila-dragón, señora de los cielos, tocada por los rayos de la estrella matutina, más como si fuera una extensión del Sol que un animal fantástico en pleno vuelo semidivino. El resto estaba en la naturaleza, pues resultaba bella más de lo que cualquier pintor sería capaz de retratar.

El lugar por donde pasaban el hombre y el trol era una arboleda, y mirando a lo lejos, si ese «lejos» era el oeste, se veían las Siete Montañas. Pero si en vez de mirar al oeste se mirara al norte, entonces la visión habría sido la aurora y resultaría difícil decidir qué era más hermoso de contemplar.

Los árboles de aquella región, llamada popularmente Denims, nombre que también recibía el camino, se erguían entre seis y doce metros de altura, y sus frutos eran rojos y en forma de manzanas, pero mucho más dulces y sabrosos. De ahí su interesante nombre: manzana dulce. El camino de tierra había sido hecho muchos años atrás, antes de que se soñara con una Cacería de Brujas, y por mucho tiempo recibió comitivas de Andreanne dispuestas a conocer la Arena de Hierro y el comercio de Metropólitan, hábito que persiste hasta hoy. También era común que las personas se acomodaran y durmieran en campamentos improvisados. Incluso los viajes de aventureros o comerciantes solitarios eran considerados normales y a nadie le causaban extrañeza.

Ahora, no me digas que era normal ver a una señora de edad muy avanzada, y lo digo según los estándares humanos, pues con ello harías reír a un elfo, si existieran, o a un gigante, que como todos saben son reales, si dijeras que noventa años son más que una infancia y lo mismo que una vejez. Sin embargo, para los estándares humanos, noventa años caracterizaban a un anciano, y cualquier humano lo sabe bien.

Pues allí, en ese momento, una señora de noventa años se encontraba en aquel camino, solitaria y sin montura, tirada en el suelo y al parecer inconsciente, y que nadie en el mundo intente convencerme de que eso era normal.

Ni a mí ni al príncipe real.