18

«¡Bruja!».

Una mano intentó sujetar alguna parte de la ropa de la ladrona, pero era prácticamente imposible afianzar el pedazo de una ropa tan ajustada, más aún porque estaba pegada al cuerpo de una joven que daba piruetas y se movía como un felino.

La muchacha encontró gracioso el insulto y no le dio importancia. Tal vez porque debía aprovechar la sorpresa de Snail Galford al ver que la joya volaba de su mano a la de ella, para pasar a un lado del muchacho y salir por la única puerta de la habitación. Claro que eso no sería fácil, aun si trataba de ser más rápida que él. Así que la mejor idea fue decidirse por aquellos saltos espectaculares y de bellos efectos visuales.

Si distraes los ojos, distraes la mente.

El pobre ladrón tardó en reaccionar. Para él, lo sucedido era el ejemplo más real de brujería que había presenciado en su vida. Sí, pues no por vivir en el mundo de las hadas pensaba que la existencia de aquellas personas capaces de mover las joyas sin necesidad de tocarlas era posible. La ligereza de los movimientos de aquella ladrona provocaba que su mente se horrorizara al imaginar que, en cualquier momento, la desgraciada se transformaría en un gato negro y saldría corriendo con el botín que debería ser suyo.

Y allá fue la chica, en dirección a la puerta, rauda como una presa huyendo de un depredador. Y también con rapidez, pero sin la ligereza de la dama, partió el depredador, loco por la sangre de la presa elegida. Y aquel detalle, «loco por la sangre», resultó más real de lo que parece, pues Snail guardaba debajo de los bolsillos, tanto de los verdaderos como de los falsos, pequeños puñales que afilaba en sus momentos de ocio. Y eran muchos los momentos de ese tipo.

Cuando menos Snail sacó tres de sus pequeños puñales y partió en pos de la «bruja» que se había burlado de él. Uno de ellos salió volando y atravesó un corredor engalanado con pinturas de precios más altos que su valor artístico. Con toda ligereza, la ladrona apoyó uno de los pies en la pared del corredor y se impulsó hacia atrás, de modo que trazó a la perfección un medio círculo de espaldas.

¡El puñal continuó su camino hasta clavarse en la pared!

Aquel salto hacia atrás le costó caro a la muchacha, pues la retrasó y disminuyó el tiempo y la distancia entre ella y su perseguidor. Snail, que venía corriendo como un tifón en busca de aniquilarla, estaba más cerca de ella que antes, y eso resultaba tan terrorífico que no tuvo tiempo de fingir que no la horrorizaba.

Sus ojos se desorbitaron.

La ladrona, que aún se recuperaba de aquella pirueta, vio al joven negro como la cerveza oscura aproximarse con un puñal en cada mano, listo para cortarla. No había forma de obtener un nuevo impulso para dar un salto o intentar correr de nuevo. No había tiempo. El golpe era inminente. Y sería fatal.

Entonces el cuerpo femenino se curvó hacia atrás.

Fue un movimiento tan involuntario, que la propia gimnasta se sorprendió. Puro reflejo. Y desesperación. Los hombros se doblaron para sostener el peso, y la cabeza se proyectó por debajo de la línea de la cintura, hasta formar una u invertida. El golpe del puñal trazó un semicírculo horizontal que habría alcanzado a la bruja en el cuello, si es que el cuello se hubiera quedado en su lugar.

El resultado fue una situación patética en la que Snail se vio a sí mismo y a su golpe pasar de largo como si nada, en el vacío, como un toro que avanza sobre un torero para embestir una tela roja —el cual era un espectáculo muy poco apreciado en las tierras de Arzallum, pero bastante popular en el reino de Minotaurus.

—¡Ole! —exclamó la chica y logró irritar aún más al joven ladrón.

Tal vez a causa de esta furia Snail utilizó tan bien la inercia a su favor, al punto de parar el brusco avance y retroceder en dirección opuesta tan rápido como un animal salvaje que se diera media vuelta. Incluso la joven ladrona se sorprendió —una vez más— con tan espantosa reacción, tanto que dejó las burlas de lado. Hacia ella se abalanzaba un muchacho airado con dos puñales en las manos, y hacía danzar las dos láminas de acero en movimiento como si fueran el símbolo del infinito ante el cuerpo que en un momento harían pedazos si lo alcanzaban.

Cómo me gustaría que hubieras estado allí para atestiguarlo. Pues una de las cosas más impresionantes y terroríficas que se ha visto en Nueva Éter fue a Snail Galford haciendo bailar esas láminas de manera tan poética y al mismo tiempo tan fatal, mientras que una ladrona asustada, que ya no intentaba hacer ni el esfuerzo por ocultar el temor, hacía danzar su propio tronco con movimientos frenéticos en todas direcciones, rezando para no encontrarse con aquellos metales afilados. Y mientras las piernas del atacante avanzaban, las de la dama retrocedían en dirección a la ventana al final del corredor.

El resultado de aquel baile macabro parecía ser la muerte de la joven o la visión de aquellos puñales cayendo por la ventana. Había una antorcha cerca de esta, y en ella la ladrona decidió apostar su última esperanza de sobrevivir.

Y así lo hizo.

Un corte.

No fue un corte profundo ni suficiente para quitarte la vida, pero al menos sí para hacerla sangrar. Pero la adrenalina le impedía sentir dolor en medio de aquella danza macabra, que realizaba entre el balanceo del cuerpo y el avance mortal de los puñales de aquel rudo caballero.

¡Ah, sí, la antorcha! Ella la buscó en medio de aquellos movimientos fríamente calculados. De haberle preguntado, podría haber dicho que le rezó al Acaso para que la ayudara. Golpeó desde abajo hacia arriba, en la base, con el dorso de la mano derecha, para liberarla del soporte y elevarla lo suficiente para sostenerla con los dedos de una mano. Y en cuanto la atrapó, la giró hacia el frente, con lo que creó un círculo de fuego que apartó a su atacante en forma instantánea, al cegarlo de manera temporal.

El tiempo resultó el previsto para que ella mirara por la ventana y calculara la altura hasta el tejado de una habitación más baja, al lado de aquella en que se encontraba. El salto era posible. Al menos para ella. Y por eso se impulsó hacia atrás, para quedar en cuclillas en el parapeto de la ventana, en una posición aparentemente confortable. Volvió a sonreír, como si ya no tuviera miedo, mientras su agresor intentaba enfocar de nuevo.

—¡Aquí me despido, guapo!

—¡Está bien! ¡Pero no olvides caer de cabeza! —Snail se sentía de nuevo en condiciones de atacar, pues había recuperado la visión; mas no lo hizo.

A la dama le extrañó tal actitud, y ese fue el principal de la ladrona. ¡Pues fue por esa extrañeza que ella, en vez de saltar, miró aquellas manos furtivas del muchacho, que intentaban ocultar una joya de ciento ocho cuentas! ¡La misma que debería estar en su poder!

Snail la había recuperado una vez más.

«¿Pero quién es este demonio?», se preguntó silenciosamente. Al fin se dio cuenta de que el momento en que lo cegó de manera temporal había sido suficiente para sacarle la joya sin que ella lo notara. De seguro la había tomado sin ver lo que hacía, impulsado apenas por el instinto y su habilidad anormal como carterista.

—¡Oye, tienes algo que me pertenece! —dijo ella.

—Eh, qué idea es esa…

—Bueno, al menos hasta que aparezca el dueño, lo que ocurrirá en unos… doce segundos.

—¡Nadie se aproxima! ¡Sólo alardeas! No caeré de nuevo en tu juego, niña.

—Ah, ¿en verdad no puedes escucharlo? Pensé que estabas bien entrenado… —podía tratarse de una actuación, y acaso lo fuera, pero aquel que miraba a aquella muchacha pelirroja tuvo la impresión de que en menos de ocho segundos el señor Gardner, o algo peor, aparecería por aquel corredor.

Snail quería mirar para atrás, pero sabía que nunca se debe desviar la mirada de una bruja. No por misticismo, sino por mera precaución, pues aquellos monstruos incluso pueden invocar a un demonio en tan breve parpadeo.

—No, el juego acabó. —Snail apuntó con el índice a la muchacha. El problema fue que le temblaba, lo cual delató su nerviosismo. Con base en eso, ella se puso en pie en el parapeto y se impulsó para caer hacia atrás.

—¡Está bien, querido! No digas que no lo intenté… —la gravedad comenzó a ejercer su influencia sobre su cuerpo.

Sudando frío como nunca, Snail se desconcertó un poco, preguntándose si era verdad lo que decía la joven. Verla caer hacia atrás, sin la joya tan apreciada para ambos, aumentó su ansiedad. Y no resistió la tentación de comprobar si alardeaba o no ante el hecho de que el señor Gardner estuviera a pocos segundos de aparecer.

Miró hacia atrás… y no vio ni escuchó nada en el corredor. Pero esa mirada nerviosa fue suficiente para sujetar con mucho menos firmeza la joya que debía llevar a Corazón de Cocodrilo. Y en ese momento la ladrona estiró la mano izquierda y de nuevo arrebató la joya de la mano de Snail, que voló hacia la suya como si cobrara vida propia.

—¡Eres un amor! —y ella se dejó caer, seguida por aquella joya con vida propia hasta que se posó en sus manos. Mas no siguió el consejo de caer de cabeza, sino que cayó con uno más de sus giros felinos para amortiguarla y descender con ligereza la distancia de unos cuatro metros desde la ventana hasta el tejado de la habitación de al lado; nada que no hubiera hecho antes.

—¡Nooo! —gritó el negro, mientras corría a la ventana—. ¡Sabía que mentías, brujaaa!

—¡Pues yo sólo sé que, si das un paso más o dices alguna otra cosa, te arrancaré la cabeza, vagabundo!

Snail miró hacia el corredor.

Un noble —criminal, es verdad, pero dentro de su propia casa— le apuntaba con una escopeta. Tendría unos cuarenta años, la barba desarreglada y la fuerza suficiente para conseguir no sólo apretar el duro gatillo de aquella arma, sino también para impedir que el violento retroceso del arma lo derribara. Por eso Snail Galford no se atrevió a decir nada y alzó los brazos.

Sin embargo, sus pensamientos no podían ser sometidos ni prohibidos, por lo que le martillaban el cerebro con dos avisos incesantes: uno, que efectivamente sólo habían pasado unos doce segundos desde el aviso de la muchacha. Y el otro, para recordarle que nunca, en ningún caso, se debe desviar la mirada de una bruja.