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Era ya muy tarde.

Pasaba de la medianoche.

Sin embargo, una vela, que ya había sido cambiada al menos tres o cuatro veces, se deformaba cada vez más a causa de la cera que se estaba derritiendo, y su luz se debilitaba como las olas del mar al aproximarse a la costa. Eso perjudicaba sobre todo —y puedo decir que en exclusiva, pues no había nadie más en aquella cámara— al anciano que se inclinaba sobre nuevos libros.

Sabino von Fígaro y su obsesión parecían haberse reactivado como hacía tiempo no ocurría. El viejo soldado de guerra estaba de regreso, al menos en su mente, y muy feliz por eso. Le gustaba enseñar, sin duda, pero aquello, el rompecabezas, el desafío, la importancia de descifrarlo, le erizaba los cabellos y hacía vibrar su espíritu. Había nacido para eso, y tal era su pensamiento constante, incluso al dormir. Si dormía, claro.

Leía libros que hablaban sobre tantas cosas y tantos asuntos, y todo lo buscaba y juntaba en su memoria, y releía las anotaciones tan bien hechas por la alumna María Hanson. Le buscaba alguna lógica. Sabía que ese era el secreto por descubrir. No era necesario que tuviera alguna lógica al principio: bastaba con reunir los hechos y observar sin emoción. Lo obvio se manifestaba entonces y el caso se resolvía. Cualquier caso se resolvía. Cualquier caso debía ser resuelto.