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Pese a pensar que lo conseguiría, se vio obligado a detenerse. Axel estaba sentado cerca de Boris, su corcel, bebiendo de una garrafa de agua y comiendo un «pan veloz». Creía que avanzaría mucho más sin necesidad de parar ni de perder el tiempo, pero en los hechos, y por fuerza, no sólo los jinetes, sino también las monturas, necesitaban detenerse de vez en cuando para alimentarse y estar en condiciones de proseguir.

A su lado se hallaba aquel trol ceniciento, con toda seguridad el único en el mundo que montaba a un mamut de guerra adolescente. E incluso un trol inmenso, con reservas extra de grasa, debía alimentarse, por lo que agradeció mucho esa parada momentánea.

—Según mis cálculos, Muralla, llegaremos a Metropólitan en las próximas seis horas —dijo el príncipe, provocando una mueca en su acompañante, que es un detalle digno de notar.

—¿Estás seguro? No creo que sea posible ni aunque este mamut comenzara a volar…

—¡No, debemos llegar rápido! No quiero que nos sorprenda la noche en medio de este camino de tierra.

—Bueno, el solo hecho de convencerte de que no podrías dormir sobre tu caballo ya fue todo un logro…

Tuhanny descendió de los cielos y se posó frente a Axel. Siempre que tenía la oportunidad, el príncipe se dejaba hipnotizar por la mirada de aquella hembra legendaria, señora de los cielos y dueña de una parte de su alma, aunque el príncipe no lograra definir bien el porqué de ese vínculo. Y aquel ser fantástico, tal vez uno de los más bellos que el mundo hubiera conocido, apenas requería un sorbo de agua y un pan para recomponerse. Una caricia de su alteza representaba para ella el momento más preciado, y una vez satisfecha cortaba de nueva cuenta los cielos, extasiada y con deseos de aventura, lanzando el kiai típico del águila-dragón.

Boris relinchó. Era como si también dijera que estaba satisfecho y listo para proseguir el viaje. El mamut no se manifestó, y está bien, pues sería muy extraño que un mastodonte entendiera las señales de un caballo, ¿no? Después, sin percibir la prudencia del Creador de no permitir que especies distintas se comunicaran, Axel y Muralla continuaron su camino.

«Uno. Dos. Tres».

No, no avanzaremos ni retrocederemos en el tiempo ni en el espacio, ni los congelaremos un momento, ni nada por el estilo. Acabamos de hacerlo y tú no te diste cuenta. Y lo digo porque ahora sólo mostraré a Axel y a Muralla en el mismo espacio y tiempo que exige la narración para que al menos tengas la impresión de que los acontecimientos siguen un orden secuencial.

El que contó uno, dos y tres hace un momento no fui yo, ni era mi deseo hacerlo, sino el propio príncipe Axel Terra Branford.

—¿Pero qué diablos está pasando? —preguntó este, que se sentía extremadamente confuso.

Las dudas de Axel tenían una explicación: hacía horas que cabalgaban, o al menos que andaban a caballo, pues no es fácil definir el término correcto para lo que hace un trol encima de un mamut, y al observar cómo los cielos eran surcados por un ser tan fantástico como un águila-dragón, de algún lugar vieron surgir tantas palomas reales que el príncipe fue incapaz de calcular su número.

Estas no volaban por los mismos lugares, sino que sólo se acompañaban hasta determinadas marcas, donde cada una se separaba de la bandada para continuar el destino planeado. En verdad era común utilizar a estas aves en Nueva Éter, pero Axel nunca había visto tantas al mismo tiempo. Y mucho menos palomas mensajeras reales, reconocibles por sus uniformes, pues incluso una paloma real debe vestir con su bandera.

—¿Qué será, Muralla? —gritó el príncipe, frenando la velocidad de su corcel para que el bullicioso mamut adolescente de Muralla se les emparejara.

—Problemas, alteza. Las noticias con muchas explicaciones siempre son malas noticias —no pienses que por tener un raciocinio comparable al de un adolescente los trols son incapaces de experimentar instantes de sabiduría.

—¡Y más ahora…! —Axel aceleró de nuevo el galope del corcel pues estaba oscureciendo y cada vez más parecía que aquel camino no los conduciría a ciudad alguna. La única certeza de que iban en la dirección correcta se las proporcionaba Tuhanny en los cielos, cual gigante derribando nubes, que los guiaba mejor que una brújula.

Mas el recelo de su alteza no era por errar el camino, sino ante la posibilidad de equivocar el tiempo.

Y para hablar de Tuhanny, desde lo alto de su reino aéreo ella veía todo con una perfección que los humanos jamás alcanzarían ni tras un millón de años de evolución. El águila-dragón ya había percibido aquella enorme cantidad de palomas mensajeras mucho antes de que lo hicieran el humano y aquel trol. Y les habría dicho cuál era el motivo de tamaña urgencia, pero eso le resultaba imposible.

Al fin y al cabo las especies distintas no pueden comunicarse entre sí. Gracias al semidiós.