11
«¡Ariane!».
—¡Ya voy!
—¿Eh? —preguntó João, asustado—. ¿Qué fue eso?
—¿No escuchaste a mi madre llamándome?
—¡No! ¡No escuché nada!
«¡ARIANE!».
—¡Allí está otra vez!
—Caray, ¿me estaré quedando sordo? ¿Te está llamando en voz baja?
—¿En voz baja? ¡Está gritando!
Ambos aún se encontraban en medio del centro comercial, tras haber dejado la cabaña donde vieron aquellos dibujos que parecían siglas garabateadas. Ariane buscaba a su madre entre las personas que caminaban asustadas de un lado al otro, después de aquella mañana de caos.
«¡ARIANE!».
—¡Caramba, qué necedad! ¡Aquí estoy! —respondió la niña, provocando que João abriera mucho los ojos.
—Mira, en buen plan… ¡Eres tú o soy yo el que se está volviendo totalmente loco!
—¡Uf! ¡Creo que tu caso no es locura, sino sordera! Ayúdame a llegar rápido con ella, porque no aguanto más sus gritos. João escaló la estatua de Primo ubicada en el centro comercial, cuya cabeza había sido destruida durante la confusión, además de que le habían pintado un símbolo negro parecido a la forma de un murciélago mal garabateado. Desde lo alto obtuvo una vista aérea y general que le dificultaría un poco menos localizar a la señora Narin.
—¡Oye, está lleno de gente! —le advirtió—. Tampoco podré encontrarla desde aquí.
—A ver, espérame —a su vez, Ariane se subió a la estatua sin cabeza—. Claro que nunca la encontrarás si miras para ese lado, João. Me está llamando de aquel… —se dio la vuelta… y localizó a su madre.
João al fin la vio y dijo, boquiabierto:
—¡Te gané! Sí era un caso de locura.
Ariane abrió mucho los ojos, pues, en efecto, su madre la buscaba y miraba hacia ellos, haciendo señas con las manos para que se acercaran, con la intención de volver a casa. Todo eso resultaba perfectamente natural y no había motivo alguno para pensar que aquello fuera una locura.
Eso, claro está, si la señora Narin no hubiera estado agitando los brazos a lo lejos… a más de ciento cincuenta metros de su hija.