6

Ver no era suficiente. De ser así tal vez todo habría sido diferente.

El problema fue que ellos necesitaban tocar, y los otros sentidos comenzaron a exigir el mismo derecho. Pronto estaban lamiendo, oliendo y comiendo lo que antes sólo les parecía un viaje alucinógeno. La audición envidiaba a los otros alucinados sentidos cuanto era justificable. A fin de cuentas, ¿para qué sirve una oreja en una casa de dulces? La respuesta: para mucho, pues con ella se escucha —como escucharon João y María Hanson— a una vieja extraña que los invitaba a entrar a su vivienda.

—¡No se preocupen… queridos! Tan segura estoy de la muerte de una estrella como de que encontraré la forma de que me paguen… —susurró con una voz que recordaba el sonido sibilante de una cobra.

Los hermanos entraron con un sentimiento de culpa, pues momentos antes devoraban la casa de la anciana. Ya dije que no debemos juzgar con premura a las personas, y eso aplica tanto con los comentarios malignos como con los benignos. Aquí no hablamos de una señora indefensa que, por motivos en principio incomprensibles, decidió aislarse en medio del bosque. De hecho es muy al contrario: se trataba de una señora tan capaz de manipular la voluntad humana y dominar los sentidos, hasta el punto de excitarlos en una forma tan obsesiva para hacerlos desear lo inexistente y coexistir con lo inimaginable, en el peor sentido en que esto se pueda tomar.

En realidad la maldita casa era de barro armado con una mezcla de fibras de bambú y cuerdas, una base sólida de piedras para proteger las paredes de la humedad, un techo cubierto de paja y otra mezcla de barro para cubrir los espacios vacíos, formar las uniones y proteger la madera. Pero nada de eso resultaba tan simple cuando nos referimos a aquella desgracia de ser humano. Aquí hablamos de una anciana despreciable que lograba que los niños devoraran las astillas de madera cual si fueran chocolates o masticaran fragmentos de vidrio como un montón de moras silvestres. Una vieja decrépita que sudaba grasa y manteca como un puerco erizado, con la habilidad de conducir una sombría inducción hipnótica de modo tan competente, y prohibido por la ley, que consiguió que dos criaturas, una inteligente y la otra experta, ingirieran lodo como una gelatina fresca de moras, devoraran la cera de velas de colores cual paletas y bebieran agua fangosa con el mismo placer que un jugo de buenas frutas. Dicen que por medio de un oscuro trance los niños mordisqueaban fragmentos de barro como tabletas de dulce de leche, chupaban piezas de hierro como caña de azúcar y saboreaban piedras como caramelos, pero las personas siempre dicen muchas cosas malas de historias semejantes, sobre todo cuando no estuvieron allí.

Lo que en realidad importa es que ese espectáculo bizarro fue provocado en un inicio por el mismo motivo que llevó a un lobo gigantesco a atacar a una señora sola en un bosque: el deseo de saciar el hambre. Pues, como todo animal carnívoro, aquella anciana macabra se alimentaba de carne cruda. Y João y María Hanson atinaron a estar en el lugar equivocado en la peor hora. Debido a la gula, fueron atraídos por la simpatía de una señora que los encerró en una casa oscura y los preparó para un ritual sombrío de características siniestras.

María se convirtió en una esclava que trabajaba día y noche, encadenada y amenazada tanto física como emocionalmente por aquella maldita voz rasposa y ronca que le repetía:

—Trabaja, pelo de oveja…

João quedó encerrado en un repulsivo cuarto oscuro, improvisado debajo de una escalera, mientras intentaba ignorar el ruido de las ratas que arañaban la madera y escalaban por sus brazos. Y el movimiento de las cucarachas enredadas en sus cabellos. Y el toque de las arañas que formaban telas a su alrededor, en un intento de alimentarse con los incesantes mosquitos hambrientos que le robaban la sangre mediante picaduras pequeñas, continuas y en extremo dolorosas. Le dolía el pecho, y cada exhalación era tan difícil como la voluntad de permanecer vivo. El aire estaba enrarecido no sólo por la energía pesada del lugar, sino también por el polvo acumulado en un sitio tan claustrofóbico.

Ambos hermanos pasaron los cinco días siguientes vomitando sangre, nauseabundos, con fuertes dolores en el estómago y un mareo constante. Durante mucho tiempo João incluso escupió una saliva sanguinolenta, debido a los cortes hechos en la lengua con los pequeños trozos de vidrio que tomó por moras silvestres mientras vivía en un cuento de terror, irónicamente parecido a sus propias historias. Hablando de João, también debía comer en exceso, mucho más de lo que soportaba, por el mismo motivo que una gallina de granja es alimentada con mucho más de lo que necesita. Se trataba de engordarlo para devorarlo en el futuro, después de un sacrificio en un aterrador ritual prohibido donde su corazón sería ingerido. Y quién sabe qué más.

Aquella horrenda vieja caníbal pasaba días sin alimentarse y eran raras las ocasiones en que contaba con las proteínas de la carne humana. Por lo tanto, prefería engordar a sus presas en la medida de lo posible para regalarse un mejor festín. Además, al consumir el corazón de otra persona absorbía la fuerza vital del sacrificado, o al menos eso creía, por lo que era preciso que el sacrificado gozara de fortaleza física.

El gran problema de esa maldita era que todo lo que João Hanson comía, después lo vomitaba. La cara del muchacho siempre estaba anémica, cada vez más cadavérica. Al tocar sus dedos, la vieja los descubría delgados, finos como los huesos de un esqueleto. Y eso la irritaba. ¡Cómo la irritaba!

João perdió la noción del tiempo transcurrido debajo de aquella oscura escalera, obligado a comer y vomitar. María también perdió la noción del tiempo que sirvió de esclava a una señora que, acompañada siempre de un insulso cuervo negro, babeaba sangre por las heridas de su paladar y le perforaba la piel con largas agujas calentadas en la hoguera.

Desde su prisión João escuchaba los gritos de dolor y las súplicas de la hermana torturada. Aquello era mucho peor que las ratas, las cucarachas, los mosquitos, las arañas, la falta de aire y el vómito constante.

En su casa, los padres los buscaban día tras día, desesperados por obtener alguna información. Las malas lenguas de la región murmuraban que la pareja había abandonado a sus hijos a propósito, perdidos en el bosque, pues no estaban en condiciones de mantenerlos. Es obvio que tal afirmación era proferida por las mismas personas acostumbradas a exagerar hechos que no habían atestiguado: una expresión de maldad pura, veneno de gente chismosa, ajena al sufrimiento humano, que no devora corazones pero se alimenta del alma humana de manera similar a aquella vieja caníbal.

Puedo admitirlo ante cualquiera: los Hanson jamás habrían sido capaces de tamaña barbaridad con su prole. En todo caso la habrían vendido a quien pudiera darles una buena educación, antes que abandonarlos a su suerte en un bosque oscuro y siniestro. Lo que afirmo es tan cierto, que acudieron a la Guardia Real. Esperaron las horas obligatorias antes de tener la certeza y comprobar su desaparición. Confirmaron cómo las búsquedas de los guardias reales terminaban sin resultados. Incluso intentaron convencerlos de que los niños estaban muertos, pero los padres sólo lo creerían cuando vieran los cuerpos.

Todo siguió así hasta que la vieja caníbal comunicó que había llegado la fecha del macabro ritual en que João Hanson sería sacrificado.

Era el día 24 de una Luna Negra.

Calentar un gran caldero fue la orden proferida a María por la vieja que babeaba sangre, hedía a ácido úrico y cada trece pasos escupía saliva verde a causa de las flemas de bronquitis.

—¡Al fin! ¡Calienta! ¡Hierve el agua del caldero, maldita cabello de oveja! ¡Después mata a tu hermano, córtale la mano derecha y ponla en el caldero para mí! Sirve la sangre en tazas, que mis invitados llegarán en poco tiempo. Más tarde me comeré su corazón…

Ese día María temblaba tanto, que en condiciones normales habría caído en un colapso. Apenas sentía el suelo o las cosas. Cuando sujetó el afilado cuchillo de cocina, aquel que nunca había tenido el coraje de utilizar contra la vieja por imaginar qué ocurriría si fallara el golpe, el reflejo de su rostro distorsionado en la hoja del acero dio una imagen diferente, pues no sólo la reflejó a ella.

Ante orden tan espantosa, llevada por la desesperación que activa el instinto animal de supervivencia en el ser humano, María entró en el cuarto que servía de celda de su hermano y, cuchillo en mano, lo hizo gritar cual poseído. Cuando salió de allí tenía la ropa ensangrentada y un pedazo de carne entre las manos. La vieja caníbal quedó satisfecha y se dirigió a la mesa, sonriendo, con los ojos cerrados, a la manera de un melómano en un concierto.

Sin embargo, para ella el mundo no sería tan fácil, pues lo que una desesperada María Hanson cortó y echó en el caldero era ese cuervo negro e insulso que detestaba a aquella maldita vieja decrépita, el cual pagó el precio por estar, igual que los hermanos, en el lugar equivocado en la peor hora.

En cuanto probó la sopa que debía contener la carne muerta de João, la vieja percibió un sabor distinto. No se sabe cómo, pero se dice que un caníbal siente esas cosas. Así, tras golpear a María Hanson con una olla de barro, ella misma se inclinó en el gran caldero para comprobar qué había en él, para lo cual era necesario subirse en un pequeño banco de madera, pues grande era la olla donde se hervía a los niños. Entonces vio que allí no había cuero cabelludo, sino unas plumas negras y el cadáver desollado de su mascota.

Y después no vio ya cosa alguna: en ese momento María Hanson invocó la energía experimentada por los héroes al realizar actos extraordinarios y por las personas comunes ante la desesperación, y aún encadenada por los pies, armada con la misma olla de barro con que había sido golpeada, reunió todas sus fuerzas para ¡gritar! e imprimir contra la anciana un poderoso y violento golpe que le explotó a la altura de la cara, deformó su rostro e introdujo la mitad de aquel cuerpo viejo y sudoroso dentro del caldero.

¡Al caer en el agua hirviente y sentir cómo la piel se le cocía, la caníbal gritó!

Con el corazón en la boca, frenética, sin dar crédito a lo que hacía, María la tomó por las rodillas, que se agitaban en espasmos, y arrojó a aquella monstruosidad de una vez por todas en el caldero, ante los gritos aterrorizados de la vieja repulsiva. Cuando el cuerpo entró por completo en el agua, convulsionado como una rata, el agua caliente se desparramó, salpicó el brazo de María y, a manera de suplicio, la dejó marcada con algunas quemaduras que le recordarían siempre tales momentos de horror.

Mientras la vieja aún se debatía en el caldero, sintiendo cómo la piel se le cocía y gritando de dolor, exhalando un fuerte aroma a carne quemada, María Hanson tomó las llaves para liberarse de sus cadenas, retiró también las de su hermano y juntos huyeron de aquel antro, lejos de aquella casa horrenda, en dirección al bosque, hasta que se cruzaron con los equipos de búsqueda que aún no se daban por vencidos. De esa forma probaron la teoría de sus padres en cuanto a que no es posible creer en la muerte de un hijo hasta no verlo muerto o hasta que el corazón les diga lo contrario.

Tras días de sufrimiento, allí, frente a los Hanson, estaban sus dos hijos, vivos. La vida regresó a la pareja. Dicen que la madre lloró cuando vio el rostro enrojecido, marcado por los golpes, de la hija. Y el padre todavía más al revisar la cara anémica y cadavérica del hijo. Padres e hijos contaron la historia, y también la Guardia Real, y hubo que repetirla para muchas otras personas.

Más tarde los jóvenes volvieron a la casa de la vieja, esta vez acompañados por sus padres y la Guardia Real. El cuerpo de aquella repugnante caníbal seguía dentro del caldero hirviendo, que era demasiado grande para que una vieja escapara por sí sola. La casa fue quemada. Dicen que los Hanson miraron el incendio hasta que no quedó una astilla que pudiera ser confundida con chocolate por algún transeúnte inocente, víctima de un último trance macabro de magia negra.

¿Y la anciana? Nadie sabe quién era aquella vergüenza de ser humano ni quiénes serían los invitados para su siniestro ritual. Pero de una cosa todos estaban seguros: no se trataba de una persona común, mucho menos de un hada caída o de alguna entidad sombría y depravada originada por los avatares de los semidioses de ese mundo.

No, estaba claro que allí no se trataba de magos blancos, ilusionistas, ni de una simple vieja hambrienta en busca de una bizarra pero saludable alimentación.

Se estaba hablando de mucho más que eso.

Se estaba hablando de una maldita bruja.