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Adelantaremos el tiempo unas horas más. Por el aspecto del carruaje, creo que ya sabes lo que esto representará. Será el momento en que el Sol estará casi por nacer y, con eso, un príncipe se pondrá en marcha. También será el momento en que dos galeones avistarán un puerto; sin embargo, sólo uno de ellos tendrá el legítimo derecho de izar las banderas ostentadas en sus mástiles.

Significará un parteaguas en Arzallum y en toda Nueva Éter.

Y si Axel Terra Branford supiera lo que está por suceder en su ciudad, tal vez no se iría. Pero también, si conociera los acontecimientos futuros durante el viaje que iniciará, tal vez decidiera partir de todas formas. Como en realidad partió.

Eran las cuatro de la mañana cuando Muralla lo despertó, pues el trol sólo necesitaría dormir veinticuatro horas después.

Pocos sirvientes estaban presentes en el patio, con las monturas preparadas. El Rey y la reina estaban también allí, y no por voluntad propia, debo agregar. Él pidió la bendición de ambos, y la recibió. Habría dicho otras cosas, de haber conocido el significado de aquel y los siguientes días por venir.

Pero como no lo sabía, no dijo nada más.

Los sirvientes le entregaron los equipos requeridos. Alrededor de la silla de Boris, el corcel del Rey, que pasaría a ser el del príncipe, había dos bolsas con el equipo básico para pasar días fuera. Utensilios como cuerdas, lámparas y provisiones, productos y frascos. Había aún más provisiones en la gran silla que cubría el lomo de Pacato, el mamut de guerra adolescente donde Muralla sería transportado, pues un trol ceniciento requeriría de mucho más alimento.

El rey Branford entregó a Axel una espada de batalla, que el príncipe se ajustó en el acto a la cintura, aunque no le gustaran las espadas. Se trataba de un arma larga, pero ligera, que podía ser usada con una sola mano. De lámina afiladísima, tenía el largo de un antebrazo. Era muy rápida en la batalla y digna de notarse. Aquella espada era conocida como Dharuma, la misma con que Primo Branford inició la Cacería de Brujas.

—Lo traeré de vuelta…

Axel quería creer en sus palabras. En realidad, confiaba en que su regreso sería un hecho. Pero faltaba un integrante de su comitiva en aquella despedida. Este, o mejor dicho ella, no permanecería oculta por mucho tiempo. Axel Branford se colocó dos dedos en los labios y silbó muy alto. Era un silbido diferente al que utilizaba para llamar a Muralla. Un silbido único, como una marca registrada, que vibraba con un eco retumbante.

Ella asomó por la torre más alta del Gran Palacio.

Y pronto estaba en el cielo que, aunque oscuro, agradecía la belleza conferida por su presencia. La simple visión de aquel ser mitológico era suficiente para justificar la existencia de un Creador que velaba por todos ellos. Las plumas eran rojas como el fuego. El pectoral tenía manchas que más parecían el símbolo de una violeta. Un diseño tribal dorado circundaba uno de sus ojos y, junto al propio brillo natural, relucían el pico y los ojos plateados de aquel ser fantástico. Tales características conformaban una de las más bellas visiones de toda Nueva Éter, pues pocas cosas hay más hermosas que el vuelo libre de un águila-dragón.

El nombre de ese ser tan raro era Tuhanny. Y la forma en que ese ser fantástico llegó al Gran Palacio se revelará otro día, mas no hoy. En este momento no importa su origen, sino su existencia. Y también el vínculo casi sobrenatural con aquel príncipe, al punto de saber cuándo era llamada, sin necesidad de gritar su nombre ni de estar en su presencia.

El águila-dragón soltó un chillido que más parecía el kiai de un semidiós que erizaba la piel humana cuando lo lanzaba. Era muy raro ese animal, y por eso Axel pocas veces lo llamaba para hacerlo salir del inmenso vivero en lo alto del Gran Palacio, cuyas puertas estaban abiertas para que ella fuera y viniera a placer. El príncipe necesitaría de la mirada aguzada de la fiel mascota y del resto de sus capacidades. Sería su guía y muchos de sus sentidos en aquel viaje de recuerdos indelebles.

Cuando estuvieron listos los tres, los portones del Gran Palacio se abrieron. Partieron antes de nacer el Sol, en el día de fuego, con el deseo de regresar lo más rápido posible con buenas noticias. La madre lloró mientras veía a su segundo hijo partir al mismo lugar en el que el otro había desaparecido. El padre también derramó lágrimas, aunque menos que la madre. Y no lo hizo porque recelara del hijo, sino porque era lo bastante sensible para percibir una energía negativa que hacía más pesado el aire.

Esa energía le decía que algo estaba mal y que ese día no sería como los otros, pues una jornada que comenzaba desde la madrugada con un príncipe despidiéndose de su familia sin la certeza plena de que regresaría no podía ser igual a los demás. Y no lo sería. Lo afirmo así porque, dos horas después de la partida de Axel Terra Branford, dos galeones se aproximaron al puerto real de Andreanne, en medio de las tinieblas de la madrugada, para cambiar la historia de aquellas tierras.

Y eso, mi amigo, ni las hadas lo impedirían.