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Había una mesa de madera y, encima del mueble, cartas con figuras que una baraja común no solía tener. Por la posición en que fueron dejadas, daba la impresión de que habían sido colocadas de manera minuciosa una encima de la otra, con las figuras reveladas elegidas a dedo. En el mismo lugar había un caldero con agua. Y una cuchara de madera removía el líquido, generando una decena de círculos concéntricos que daban la impresión de un pequeño remolino. Insatisfecha, ella hizo girar el agua con el viejo dedo índice. Un dedo carcomido y arrugado, con una uña tan grande, que era casi del tamaño del propio dedo en sí.
Cualquier lego que mirara habría visto agua y nada más. Sólo que no era cualquier persona la que removía el líquido, el cual se calentaba cada vez más como si lo hiciera solo, sin exponerlo al fuego. Allí se reflejaba todo lo que las personas normales jamás verían. Y ella observó lo que sucedería la mañana de aquel día. Sabía que implicaría todo el sufrimiento que estaba por venir, cuando aquel galeón arribara al puerto de la ciudad.
El agua se volvió roja y, de súbito, se tornó de nuevo pura.
Silencio.