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El tiempo había avanzado, pero no mucho. Poco más de una hora. Lapso suficiente para llegar hasta la escena actual.

¿Te conté ya sobre la Catedral de la Sagrada Creación? Si recuerdo bien, no. Era el templo popular responsable de cobijar en lo alto de su torre la gran campana que proporcionaba la hora exacta a los moradores de Andreanne. Desde lo alto de ese campanario se tenía una vista muy interesante de la ciudad, justo en el punto más alto de la construcción, encima de las tejas matemáticamente colocadas, tan cerca de la inmensidad del cielo.

—Esa es Cobain.

Axel señaló una estrella que brillaba en forma incesante aquel día en el firmamento, y explicaba a María Hanson que muchos jóvenes se orientaban con aquel astro cuando estaban perdidos. El cielo de Nueva Éter es en extremo estrellado y eso, dicen, se debió en forma directa al Creador, que bautizó los astros con el nombre de varios semidioses.

—¡Yo ya oí hablar de esa estrella! ¿No es la que se apaga sin explicación en el auge de su brillo? —María lo había aprendido en los salones de clase.

—Más o menos. Es verdad que se apaga sin mayores explicaciones, con lo que deja a aquellos que se guían con ella más perdidos de lo que estaban. Pero si la persona se tranquiliza, notará que la estrella, cuando se apaga, en realidad se parte en dos para dejar dos rastros de luz en el aire, uno que señala al norte y otro al sur. Entonces se está en posibilidad de elegir por dónde continuar. ¿Me entendiste o lo compliqué demasiado?

—Creo que sí. ¿Conoces todas las estrellas?

—La mayoría. Mi padre se orientó por muchos años en los caminos gracias a ellas y las entiende como pocos —la afirmación era verdadera. El rey Primo las conocía y decía a sus hijos que las estrellas del firmamento de Nueva Éter eran las mejores maestras que se podían tener.

—No sé por qué recordé ahora a Ariane y a mi hermano. —María hizo un gesto de vergüenza al traerlos a colación.

Antes de que pregunten, no estaba allí ninguno de los dos. Ambos habían sido llevados a casa por el héroe cazador a petición del príncipe.

—Son graciosos: nacieron el uno para el otro. En nombre de la familia Hanson, te quería pedir disculpas por João.

—¿A qué te refieres?

—Él es un poco… cerrado de vez en cuando… desde que sucedió aquello. Sufrió mucho durante aquel episodio, ¿sabes? Estuvo preso debajo de una escalera, en la oscuridad, torturado todo el día por esa… Esa.

—Me imagino cuán traumático deber haber sido para él. Y para ti.

—Sí, lo fue. Poco a poco lo ha ido superando. Somos muy unidos al respecto. En cuanto a todo. Y él es muy inteligente. Será un gran pensador. ¿Sabías que pertenece a un club de ajedrez? Entrena tres veces por semana. ¡Pero nunca me deja ver!

—Ajedrez, ¿eh? —dijo el príncipe, sonriendo—. Jamás lo habría pensado.

—Axel, ¿te puedo hacer una pregunta? —María, que estaba recostada de espaldas, se volvió hacia él.

—Hazla… —Axel, también recostado de espaldas con las manos apoyadas en la nunca, también se volvió a mirarla.

—¿Por qué te gusta tanto codearte con la plebe? Juro que trato de entenderlo, pero a veces pienso en lo que dice el profesor Sabino… —María ignoraba que Axel no tenía idea de quién era el tal «profesor Sabino».

—¿Qué dice ese profesor? —la expresión alegre cedió su lugar a la seriedad.

—¡Que tú y Anisio son príncipes estratégicamente planeados! —sólo después de decirlo María se dio cuenta de que con eso podrían condenar a su profesor a prisión—. Quiero decir… No es que no le gustes, ¿entiendes? Sólo que…

—¡Tonterías! —el joven se enfureció por un momento—. Ya he escuchado esa historia: dicen que mi padre desea agradar a la nobleza y a la plebe, y que por eso nosotros hemos sido preparados para reforzarlo, ¿no? —Axel elevó un poco el torso, lanzó lejos una piedra que estaba cerca y se abrazó las rodillas.

—¡Axel, discúlpame! ¡No quería hacerte enojar! Es que…

—¡Tú no me haces enojar! No eres la que dice esas cosas. Pero creo que hoy me has conocido un poco, María Hanson, más o menos lo suficiente para juzgar por ti misma cuestiones como esa. —Axel escudriñó en los ojos de María, mientras ella sentía otra vez que siempre decía algo indebido en su presencia—. Y entonces, María, dime qué piensas. ¿Soy diferente de las personas como tú y todo esto es fruto de una detallada farsa política?

—No soy apta para juzgar asuntos de ese tipo, pero juro que intentaré ser sincera —y también miró en la profundidad de los ojos del príncipe, a un tiempo tímida, amedrentada consigo misma, y recelosa de lo que estaba por decir—. Usas ropa diferente, tienes una misión diferente y un tipo de vida completamente diferente e inalcanzable para cualquier persona de mi clase social.

—¡Hablas como si tu Rey hubiera nacido noble! —aquello fue un golpe certero y María lo advirtió.

—¡Espera, que todavía no acabo! No porque seas un príncipe puedes interrumpir a una dama —y si lo que Axel había dicho fue un golpe certero, lo de María resultó un verdadero tiro de cañón, un acto tan raro como devastador.

Aun cuando se fue a dormir momentos después, la propia María pasó horas preguntándose cómo había reunido el valor para hablar de esa forma y con ese tono, hasta dejar sorprendido al príncipe.

—Sucede que, en una sola noche, aprendí que tú, y cuando digo «tú» me refiero a «todos nosotros», no eres lo que llevas puesto. Ni lo que hablas ni lo que posees, Axel. Eres lo que representas. Es como si todos fuéramos sentimientos vivos del Creador o de los semidioses. ¡Como si hubiéramos nacido exactamente para representar alguna cosa en este mundo y a este pueblo, sea cual sea el plan del Creador para nosotros, sea cual sea el pueblo para el cual tenemos algún significado!

María guardó silencio una vez más, preguntándose si sus ideas tenían sentido y si no había dicho la mayor de las idioteces, como parecía que le ocurría al menos ante la presencia real. Tal vez por ese recelo no reparó con mayor detalle en la profundidad de lo que había dicho y la intensidad con que aumentó la sorpresa de un príncipe legítimo.

Y si por un momento intenso la plebeya sorprendió al príncipe, llegó el turno de invertir la situación, pues una adolescente presenció cómo el joven mejor arropado en aquel extenso territorio se aproximaba a ella, que a su vez reaccionaba con una actitud parecida a una parálisis catatónica. Nerviosa ante el primer beso de su vida.

—¿Entiendes ahora por qué no estoy en casa de una noble tomando té? ¿Y por qué aprendo más entre la plebe que en cualquier otro lugar? En momentos como este, delante de miradas como la tuya, María Hanson, creo que existe un Creador que vela por todos nosotros —y el príncipe se acercó aún más a la humilde plebeya.

Más alto de lo que María Hanson jamás distinguiría, el rastro escarlata de una estrella fugaz pasó sobre sus cabezas para bendecir aquel momento. Blake, la primera estrella romántica, aumentó su brillo. Las hadas sonrieron.

Y un beso aconteció.