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El cazador sentía un dolor en los puños como no recordaba haber sentido jamás mientras observaba a aquella niña a la que recordaba tan bien. Su fama se debía a ella. Su existencia entera parecía descansar en ella. Era como si la vida, su creación, hubiese sido diseñada por el Creador sólo para que alguien estuviera a la hora correcta y en el momento equivocado para ser salvada de la voracidad del más sombrío de los lobos.
Él jamás olvidaría esos ojos desorbitados. Jamás.
El corazón se le disparó.
Muchos pensamientos pasaron por su mente.
El aire que respiraba le resultó insuficiente.
Bajó la guardia.
Relajó los hombros.
La visión de la niña era mucho más devastadora que el puñetazo de un trol.
El público se dio cuenta y calló sin entender.
Y todavía menos entendieron las personas cuando el cazador salió del cuadrilátero en dirección a la pequeña, como si nada más existiera en la taberna. Y João y María Hanson, ahora que ella había percibido la situación, entendieron el porqué.
El cazador se detuvo frente a la niña. Ambos se miraron con admiración y al mismo tiempo con temor.
—¿Fuiste tú, verdad? Estuviste allí —la pregunta podría haber sido hecha por cualquiera de los dos, pero fue Ariane Narin quien lo hizo.
—Tú —la voz del cazador salió con dificultad—. Tú has crecido… tanto.
—Nunca supe quién eras. —Ariane estaba a punto de estallar en llanto; quería decir tantas cosas que todo se confundía. Entonces habló pausadamente—. Te imaginaba… ¡con menos barba! —el cazador rio de emoción.
—Ariane, ¿no es así?
La niña se sorprendió mucho al oír su nombre pronunciado por aquel que le había permitido continuar viva para escucharlo. Tanto, que las lágrimas se le escurrieron, cayeron más allá del rostro y le lavaron el pecho por dentro. Poco a poco la taberna comenzó a entender lo que ocurría, y muchos, sobre todo las mujeres, se emocionaron también, pues no había nada más conmovedor para un plebeyo que observar a una criatura llorar de felicidad.
—¡Yo siempre quise conocerte… Héroe!
Tras estas palabras de Ariane, Harold Helll, desde la barra, miró la cabeza del lobo. Recordó cómo había llegado ahí y cómo nació el apodo.
—Yo no soy un héroe, pequeña. Soy un bendecido. ¡Bendecido porque el Creador me permitió a mí el honor, entre tantos cazadores, de estar allí para ver a una niña asustada convertirse en la joven que veo ahora!
Aquel que aún no había entendido, al fin lo hizo. Los cazadores que estaban presentes y que ayudaron a retirar y a enterrar el cuerpo lacerado de la abuela Narin muerta experimentaron en sus propias almas la emoción de aquel buen cazador, pues todo hombre bueno se emociona con los milagros.
—En nombre de mi abuela, te quiero decir… —a ella le habría gustado expresar demasiadas cosas en una sola frase— que… buen… cazador… Héroe… Albrook… sea cual sea el nombre que te guste más… —la voz casi le falló y le faltaba poco para apagarse—… ¡Gracias! —Ariane agradeció haber dicho lo que quería antes de estallar en llanto en el regazo del cazador, que la abrazó con un sentimiento parecido al de un padre que lleva muchos años sin ver a su hija.
La taberna entera quedó hipnotizada, tanto los que reían como los que lloraban.
—¡Un brindis por mi cuenta, en honor de este momento proporcionado por los semidioses! —exclamó el príncipe entre aplausos.
—¡Y tres «vivas» a nuestro eterno Héroe y su protegida! —dijo Fred con la voz ronca, mientras elevaba una jarra de cerveza.
—¡Viva! ¡Viva! ¡Viva! —aulló al unísono la concurrencia.