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Pausa en el tiempo. Esta vez, sin embargo, no caminaremos por una taberna paralizada ni nada parecido; cruzaremos de nuevo la línea del espacio tiempo por necesidad. Volveremos al inicio del juego entre Axel y Rick Albrook, pero desde otro punto de vista, mucho más importante para esta historia: el de Ariane Narin.
—¡Uf! ¡Más parece un exhibicionista! —rezongó João.
—¿Listo, gente? ¡Manos arriba! —anunció Fred.
Toda la taberna estaba con los brazos extendidos, agitándolos para saludar a los participantes de lujo que entraban en la arena de juego. Ariane subió a la barra y también extendió los brazos para balancearlos como una auténtica admiradora:
—¡Vamos, Aaaxel! ¡Lindooo!
—Ariane, ¿quieres bajarte de ahí? ¡Qué cosa ridícula! —y João se subió en uno de los bancos de la barra.
—¡Revienta a ese tipo! ¡Yuju! —se notaba con facilidad que Ariane no estaba ni un poco preocupada por las opiniones de João.
—¡Y manos abajo! —gritó Fred. Ambos participantes tomaron sus posiciones en guardia—. ¡Ayúdenme! ¡Vamos, ayúdenme! ¡Cuéntenme lo que ellos están por hacer!
Ariane no sabía qué debía gritar, pero le bastó con escuchar una vez aquel coro tan alto que se lastimaba las cuerdas vocales para aprender:
—¡Boxe… boxe… boxing! —gritó ella también, con el resto del público, acompañada de los tres giros del príncipe.
Y explotaron los primeros puñetazos.
—¡Ay! ¡Pobre Axel!
—¡Ojalá que se quiebre la mano, sí señor! —João permanecía con los brazos cruzados, como una criatura berrinchuda. Pronto el pueblo contó de nuevo al lado de los participantes.
—¡Boxe… boxe… boxing!
Y otro choque de fuerzas.
—¡Vamos, Axel, lo estás debilitando! —era mentira, pues el príncipe estaba sintiendo más los golpes que el cazador.
¡El último choque! Axel ocultó bien el dolor. Albrook también sintió el impacto, aunque también lo disimuló.
—¡Manos arriba, gente! ¡Parece que a ellos ya les duelen las manos!
El público siempre abucheaba a los contrincantes en esa parte:
—¡No nos importa! ¡No nos importa! —berreaba a coro.
—Entonces, compañero… ¿quién es el que ahora está adentro y quién afuera?
—¡Yo estoy dentro! —dijo el Héroe.
Y el público volvió a lanzar hurras, con excepción de Ariane.
—¡Ah! ¡A ese tipo le gusta abusar! —exclamó la niña.
João se tapó los ojos y movió la cabeza en señal de negación.
—¡Tiene razón! ¡Señor Héroe, juro que adoraría partir cada hueso de su gigantesca mano! —el príncipe reía mientras el pueblo continuaba vitoreando—. ¡Pero soy lo bastante inteligente para mantener mis manos intactas, pues lo último que deseo es no estar en perfectas condiciones para dar un espectáculo a este pueblo maravilloso en la arena de pugilismo del Puño de Hierro! —el príncipe recibió decenas de aplausos y gritos eufóricos de la taberna.
—¡Yuju! ¡Lindo! ¡Tesoro! De buen gusto…
—¡Ariane, por el amor del Creador! —esta vez João no se aguantó—. Baja ya de allí —el niño se subió a la barra para atraer a la niña hacia sí.
—¡Ay, João, tranquilo! —Ariane recibió un jalón en el brazo.
—¡Por último, haré una oferta a nuestro Héroe! ¡Ofrezco cien reyes si demuestra el valor para no enfrentarme a mí, sino a mi guardaespaldas, en esta misma arena! —el pueblo vibró otra vez y aplaudió con gusto.
—¡Este tipo se encuentra mal! ¿Ya vio el tamaño de ese orco, el guardaespaldas de Axel?
—¡No es un «orco»! ¡Es un trol!
—Da lo mismo. Pero, João, ¿no conocemos a ese sujeto? ¡Estoy segura de que ya he visto antes esa cara barbuda! —Ariane tuvo esa sensación desde el principio, cuando aquel hombre desafió a Axel, pero estaba tan eufórica de ver al príncipe en la arena, que no se detuvo a pensar en ello.
—¡Nunca lo he visto! Y los orcos son azul oscuro, creo…
—¿Pero cómo llaman a ese tipo? ¡No me importa el color de los orcos, cabezón! ¡Ya te dije que da lo mismo!
—Y entonces, compañero… ¿quién está dentro? ¿Y quién está fuera?
—¡Yo estoy dentro! —exclamó Albrook.
La taberna explotó: ¡el público golpeaba el suelo con los pies, batía las palmas, chiflaba, berreaba, gritaba, bebía, quebraba copas, todo al mismo tiempo!
—¡Caray! ¡A la gente de aquí le gusta ese tipo! —se sorprendió João.
—¡Vamos, Héroe! ¡Reviéntalo! —el grito provino de una de las mesas a la derecha, donde se encontraba una fanática del cazador, tanto como ella de Axel.
—¡Ah! ¡Héroe! ¿Por qué lo llamarán así?
El barullo cesó a causa del ingreso de aquel trol ceniciento en la taberna. Incluso el héroe cazador se quedó boquiabierto.
—Mira la cara del tipo… —dijo Ariane.
—¡Está bien, gente! ¡Continúe rodando, compañero! —el príncipe imitó la forma de hablar de Fred. Toda la taberna volvió a lanzar vítores. Incluso Ariane, que vio al príncipe acercarse a María:
—Quítate las ataduras. ¡Déjame ver tu mano! —María fue cortando las protecciones con un cuchillo que le había dado Harold Helll, el barista dueño del Lobo Malo, que era la única persona en el mundo cuyo apellido llevaba tres eles. Cuando cortó las de la mano derecha vio muchas callosidades y marcas rojas, como si hubiera golpeado un tronco de madera.
—¡Madre mía, Axel! ¿Qué le estás haciendo a tus manos?
—¡No te preocupes, María! ¡No fue como consecuencia de este juego! ¡Son secuelas del entrenamiento de pugilismo y parte de la vida del luchador! —dijo él, mientras María suspiraba y pedía al barista cualquier remedio helado para colocarlo sobre las marcas rojas.
—Eh, Axel, ¿por qué las personas llaman Héroe a ese gigantón? —Ariane se sentó al lado del príncipe y habló con él como si fuera una amiga de muchos años.
—¡Ah! Según entiendo, hace mucho tiempo salvó a una niña de aquel monstruo —y Axel señaló la cabeza del lobo ubicada encima de la barra, que por increíble que parezca Ariane no había notado.
Aquello la dejó congelada.
Su alegre energía se esfumó.
La sonrisa larga y eterna dejó de existir, como si hubiera llegado de repente a los límites del infinito.
Los ojos se le desorbitaron.
El corazón se le disparó.
La niña quedó boquiabierta.
João, que tampoco había visto la cabeza, entendió de inmediato la reacción de Ariane, pues la suya no había sido muy distinta. A María también le habría ocurrido igual si hubiera prestado atención a lo que se dijo y adonde había apuntado el príncipe, cuyas manos eran, sin embargo, su principal motivo de preocupación en aquel momento.
Los niños tampoco vieron cuando el trol Muralla se posicionó frente a Albrook y golpeó sin protección alguna, pues las ataduras no ajustaban en el puño de un trol, además de que no habrían hecho la menor diferencia en una piel tan dura como aquella. Tampoco escucharon cuando el pueblo contó y ambos golpearon el puño del otro. El sonido fue estruendoso y muchos cerraron los ojos, con muecas de dolor, como si ellos mismos hubieran sido alcanzados. Albrook no podía ocultar su expresión de sufrimiento. Parecía que sus dedos jamás se volverían a abrir. Y si tenía esa sensación era porque Muralla estaba consciente de haber utilizado sólo cinco por ciento o incluso menos de su fuerza. Era aquella una situación tan desigual, que las personas no comenzaron a contar de inmediato para dar tiempo a su campeón de respirar y recuperarse.
—En qué lío me metiste, ¿eh, príncipe? ¡Creo que pagaría más de cien reyes para librarme de esta! —dijo el Héroe, y toda la taberna rio.
—¡Es tu decisión! ¡Te doy los cien reyes con que logres mantenerte en el cuadrilátero hasta el final de los tres puñetazos de Muralla!
La concurrencia murmuró.
—¡A veces pienso si no sería un Rey mejor que Anisio! ¡Nunca vi tan buen negociador! —el público rio otra vez—. ¡Está bien, grandulón, estoy dentro! —y todos lanzaron hurras como siempre.
—¡Y, Héroe, quiero que dediques esta victoria, pues quedarse en una ronda de boxing con Muralla ya constituye un triunfo, a mi joven y mayor admiradora aquí! —Axel señaló a Ariane.
El cazador se congeló.
Podían haber pasado años, como en efecto había ocurrido. Ella podría haber crecido, engordado o comenzado a experimentar los cambios de la adolescencia. Él podría haber olvidado el nombre. El apellido. Incluso la situación.
Pero jamás, en ningún caso, habría olvidado aquellos expresivos ojos tan abiertos.