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«¿Viste quién era?».
La voz, medio infantil, medio preadolescente, provenía de unos arbustos próximos al lugar de donde ya se alejaban una plebeya y un príncipe.
—¡No, estaba oscuro, pero lo descubriré! ¡Caray! ¿Quién se cree ese sujeto para salir con mi hermana así, sin presentarse antes con mi padre ni conmigo? —João se refería a la costumbre oficial de cualquier candidato a pretendiente de muchachas honradas y de familia.
—¡Respecto de tu padre lo entiendo, João! ¡Anda, vamos ya, de lo contrario no lo lograremos! —Ariane salió corriendo antes de que João dijera otra cosa.
En realidad él quería, antes de añadir algo más, saber qué pretendía Ariane, y eso solía ser difícil de averiguar, pues ella era pura emoción, y la emoción no piensa: sólo se manifiesta. Y ahí iba João, corriendo tras la niña de la forma más silenciosa que podía, razonando con rapidez para entender qué quería y cuál era la mejor forma de complacer su deseo, una fase que Ariane solía saltarse u olvidar.
Sin embargo, entender lo que deseaba la niña no exigió mucho del raciocinio de João: ella sólo buscaba introducirse en aquella carreta jalada por dos burros —animales muy inteligentes, dicho sea de paso, y hablo en serio—, cuyo conductor era un príncipe acompañado de una joven plebeya.
No sería necesario un plan estrambótico para lograrlo, bastaría con aprovechar el heno en la carrocería del vehículo, el cual, entre tantos bamboleos y rechinidos, ocultaría a la perfección el sonido de dos niños saltando sobre él.
Así que lo hicieron y rezaron para no ser descubiertos. En medio de aquel montón de plantas segadas y secas contuvieron la respiración por un instante, en una espera que sin embargo les pareció eterna antes de asegurarse de que nadie se había dado cuenta de su intrusión. Y como nada ocurrió, al fin asomaron un poco el rostro para exhalar e inhalar.
«¿Cómo puede alguien llevar a una muchacha a pasear en una cosa como esta?», pensó João Hanson. Cierto, no era el mejor vehículo del mundo, pero si estuvieran en un bello carruaje jalado por resplandecientes caballos blancos, y si Axel así lo deseara, podrían haberlo hecho, mas todos aquellos en la ciudad que no estuvieran durmiendo se habrían detenido al verlos pasar, y eso no era lo que él ni ella pretendían.
Sólo añadiremos que cualquier vehículo del mundo —bueno, quizá un carruaje de caballos blancos no— habría sido objeto de la misma crítica por parte de João, que en verdad se sintió irritado al descubrir a aquel joven flirteando con su hermana, un sentimiento diferente y mortal en él.
«¡Apuesto a que además es pobre!».
Cruel, ¡oh niño cruel!