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–¡Eh! ¡Mira el tamaño de esto! —comentó Ariane, sentada en la primera fila de la imponente Majestad—. Amigo… ¿qué es ese escenario?
La Majestad era grandiosa, y los lugares populares, por más que no fueran en absoluto confortables, resultaban suficientes. Se habían colocado diversas butacas idénticas y paralelas, capaces de alojar a un número cercano a los mil plebeyos y con una visión del escenario que, si no era la mejor, resultaba del todo aceptable para quien necesitaba espectáculos a fin de lavar el alma y sonreír como un noble, aunque fuera por un instante inolvidable para la mente y motivador para el corazón.
Los palcos encima de las butacas podían ser reservados, aunque al central era imposible entrar aun con boleto, porque se trataba del Palco de la Majestad, destinado a la familia real y su comitiva. Sentarse en uno de esos acolchados lugares sólo era posible mediante la invitación de un rey, una reina, un príncipe o una princesa, y estamos de acuerdo en que aquel que la consiguiera sería el blanco de las conversaciones de nobles y plebeyos por un tiempo indeterminado.
—¡Caramba, mira esos dibujos! ¡Deben haber costado muuucho trabajo! —los ojos infantiles perseguían todo lo que era nuevo para ella.
El blasón de Arzallum aparecía en todo el lugar, en forma de un dragón alado encima de una espada y un escudo. Como se ha dicho, el rey Primo consideraba aquel lugar como un orgullo para su pueblo y propiciaba allí el culto a la bandera de Arzallum, ya fuera con su ejemplo con mucho más que eso. Por eso, si entraras ahí, verías el blasón en todos los rincones. Siempre. Y este representaría un sentimiento si vivieras en Andreanne, fueras quien fueras: el nacionalismo, el culto al blasón, el amor a la bandera. No estamos hablando de esos nacionalistas ciegos que promueven guerras en nombre de un país, sino de personas que salieron de un continente para reconstruir sus vidas en otro y hacían de este su nueva casa, su morada y único hogar. La Majestad recordaba eso y transmitía la impresión de haber hecho la elección correcta.
Los espectáculos se anunciaban en la plaza pública y los nombres se colocaban en carteles pintados a mano por habilidosos pintores letrados de excelente caligrafía. La publicidad boca a boca también era inevitable, en la cual había una cierta magia silenciosa y sellada. Si el espectáculo era bueno y gustaba en el estreno, tendría una audiencia garantizada durante días y días. Ahora que, si no resultaba agradable, ya se podía ir reuniendo a los responsables para emigrar a otra ciudad con el sabor del fracaso, lo que era una pena, pues ¡qué difícil era llegar a la Majestad!
Esa dificultad tenía una razón: Primo quería que la Majestad fuera la cima de la carrera de un artista, la consagración final de un espectáculo.
Y logró que así fuera.
Para variar, aquel fue uno de esos días con la sala llena a causa de un estreno.
Se trataba de un espectáculo teatral con aire circense, de esos que adoraban los niños porque los payasos satirizaban a los nobles reales, motivo por el cual no había mejor ocasión para que las profesoras de la Escuela Real del Saber llevaran a sus jóvenes alumnos a conocer el mítico local. Y lo mejor: todo por cuenta del Rey. El amado y añorado rey Branford. Los niños fueron los primeros en entrar y tomaron los primeros lugares. Los padres, en hileras mucho más apartadas, podían ver a sus hijos sonriendo de felicidad, muy próximos al escenario. Sólo quien es padre y ha tenido una vida difícil conoce el significado de alegrar el corazón de un niño en momentos imposibles de describir mediante la razón, pues la emoción es la que toma el control.
—Profesora, ¿podremos felicitar a los actores después de la presentación?
—Claro, Ariane. ¡Los actores adoran esa parte! —la profesora sonrió y la niña también.
Para Ariane Narin, momentos como aquel eran un regalo, ya que podía olvidar el mundo y, sobre todo, el mundo se podía olvidar de ella, de esa niña que vio cómo su abuela era devorada por un lobo asesino y se convirtió en leyenda en la ciudad, incluso entre personas que jamás la habían visto, con un apodo que detestaba. Esta parte de la historia ocurre cuatro años después del incidente que la marcó, por lo que estamos hablando de una niña que en aquel entonces tenía nueve años, apenas salida de la infancia, convertida ahora en una preadolescente de doce, a pocos días de cumplir los trece.
—¡Señoras y señores! ¡Muchachos y señoritas! ¡Estoy aquí para dar, a nombre del elenco, la bienvenida a todos los presentes, y desde el fondo de mi romántico corazón espero que les guste el espectáculo que hoy les será presentado! —un hombre vestido con una réplica circense de armadura era quien recitaba la bienvenida, y la mayoría sabía que se trataba de Gerald Thomas II, director de aquella famosa pieza teatral—. ¡Por favor, esperen las tres llamadas, siéntense confortablemente en esas maravillosas butacas y disfruten un buen espectáculo!
El público aplaudió.
Ariane no parpadeaba. De haber sido por ella, se habría sentado sola, lejos de los otros niños. No es que el macabro incidente la hiciera antisocial o incluso depresiva: con el tiempo la conocerás mejor y notarás que experimentar el mal y la fragilidad de la vida la llevó a sobrevalorar el regalo de existir. Sin embargo, seguía siendo un ser humano, y como tal, propensa a cambios drásticos de temperamento, sin mayores explicaciones. No era tan incomprensible el hecho de querer sentarse sola ese día. Como se ha explicado ya, detestaba ser el centro de atención en los grandes eventos o el motivo de comentarios buenos o malos —la mayoría malos—, además del blanco de miradas curiosas, asustadas o intrigadas, situación que la irritaba con la misma intensidad.
—El actor de esta obra es muy guapo, ¿no, João?
Sí, dije que a ella le habría gustado sentarse sola, ¿no? Perdóname: son tantas historias e informaciones, que a veces nos olvidamos de uno o dos detalles. No, a Ariane no le habría gustado sentarse sola aquel día, pues le gustaba tener, como la tuvo, sólo la compañía de un muchacho de edad muy cercana a la suya. Me refiero al único niño que ella consideraba un amigo y con quien llevaba una relación en la que se sentía a gusto, sin creer que era un espectáculo de horrores.
—¡Uf! ¡Habla en serio, Ariane! Un niño que es niño no repara en esas cosas, ¿no? —dijo el joven aludido, cayendo en la provocación, con la mejilla apoyada en el puño cerrado.
Te presento al joven João Hanson, hijo de un leñador, que entendía muy bien los sentimientos de aquella niña y la veía como una buena amiga. Sin embargo, para explicar por qué era el único que comprendía a Ariane Narin, al punto de confiar sólo en ella, es preciso volver al pasado de esta historia.
Precisamente seis años atrás.
Seis malditos años atrás.